La polarización política en sí misma no tiene por qué ser algo negativo, puede tener valor en un sistema que representa diferentes intereses de los electores. Pero cuando la retórica divisiva es llevada al extremo, como está pasando ahora mismo, todo forma ya parte de la lucha encarnizada entre el “nosotros” y el “ellos”. Y en esa ciénaga de confrontación sin grises ni matices nos hemos metido (nos han metido) de lleno.
La negatividad, la inquina, y el odio (a veces visceral) que la gente siente hacia algunos políticos se está trasladando a la calle y se está trasladando al ejercicio del periodismo. Y aquí es donde quería centrar esta columna de opinión. Porque el caso del cámara y la periodista de Mediaset acosados en la estación de tren de Valladolid por el individuo que previamente había intimidado en un tren al político Óscar Puente, es solo un ejemplo de los muchos que se han producido recientemente.
Voy a poner un par de ejemplos más. Este verano, el periodista de RTVE noticias Adrián Arnau denunciaba en redes sociales, con un vídeo bastante esclarecedor, el acoso y persecución que sufrió haciendo varios directos desde Pamplona durante los Sanfermines. Arnau escribía entonces que “los reporteros que estamos en la calle somos simples trabajadores y la mayoría intentamos hacer nuestra labor lo mejor que podemos. ¿Os imagináis que tratasen así a vuestros abuelos, padres, hermanos o hijos? ¿Aceptaríais esta conducta hacia jueces, médicos, obreros o panaderos? No hay límites: nos han ofendido, empujado, gritado y escupido. Han agarrado el micro, han tirado de los cables o han toqueteado la cámara. Alrededor, todo risas. Porque humillarnos está de moda”. Poco días después, la periodista francesa Elise Gazengel también compartía en sus redes sociales el acoso que sufrió por parte de un simpatizante del PP durante la noche electoral en la sede de Génova. El chaval interrumpió reiteradamente la conexión de la periodista en directo al grito de “¡Que te vote Txapote!”, original soflama.
Los acosados suelen ser redactores, corresponsales, cámaras, enviados especiales; en definitiva, profesionales ajenos a las cúpulas directivas de los medios de comunicación o a los agitadores de opinión, que simplemente salen a la calle a hacer su trabajo lo mejor posible. Un jefe les manda ir a cubrir tal información y van, sencillamente. Se exponen con unas frases a duras penas memorizadas, con los nervios propios de una conexión en directo y con órdenes que apenas pueden oír por un pinganillo, mientras reciben a sus espaldas gritos e insultos de personas que muy probablemente recibieron una vasta educación pero que a todas luces carecen de ella.
Antes los periodistas de calle solíamos ser vistos como un medio útil para difundir un mensaje. Antes más o menos se respetaba el oficio. Ahora, a menudo somos vistos como una amenaza a la capacidad de ciudadanos para controlar las narrativas extremistas creadas a conciencia por parte de algunos políticos y asesores. Pero, y aquí está el problema, muchas de esas narrativas extremistas también son creadas y difundidas por periodistas o por personajes que se denominan periodistas por el simple hecho de tener un papel universitario con un sello estampado en una esquina. Así que cómo van a respetar desde fuera la profesión cuando se le falta al respeto continuamente desde dentro.
Si la indignación y la hipérbole se fabrica y se envía envasada al vacío para consumo preferente a diario, parece normal que exista una gula social creciente. Convendría ponerse a dieta porque la cosa empieza a ponerse bastante indigesta.