“La libertad de información no está ligada solamente a las leyes políticas del país donde se ejerce, sino además y principalmente a la capacidad técnica de los profesionales”
Francesco Fattorello. “Síntesis crítica de la enseñanza del Periodismo en el mundo”
Puedo ver aún al viejo profesor recorriendo arriba y abajo la tarima, disertando ante unas decenas de estudiantes que le oíamos pensando en lo inútil que sonaba todo aquello cuando lo que queríamos era salir a comernos el mundo, a incendiar las rotativas, a conquistar el mundo con un micrófono y una cámara, a cubrir guerras y, en resumen, a triunfar. Como si el viejo profesor pudiera leer nuestros pensamientos, se detuvo mirando a la clase y nos dijo: “Puede que ahora no lo sepan, pero habrá un momento de sus vidas profesionales tan complicado en el que sólo volviendo a los principios podrán ustedes hallar un sentido, una guía y un apoyo”. Palabra arriba o palabra abajo, han pasado más de treinta años. El que más y el que menos de los que le escuchábamos, todos hoy periodistas con los huevos pelados -como se decía entonces en una expresión bien patriarcal- hemos tenido algún momento así en nuestra historia personal, pero no me cabe la menor duda de que si el viejo profesor pensaba en un momento colectivo, ha llegado la hora de seguir sus consejos.
No hay democracia posible sin una opinión pública informada que conforme al electorado libre y conocedor de los hechos. En eso pensaba Jefferson cuando dijo: “Prefiero prensa sin Gobierno que Gobierno sin prensa”. Por eso resulta tan preocupante para todos los gobiernos democráticos la extensión de la desinformación, de los bulos, de la mentira y de la manipulación en el ámbito político y, sobre todo, en circunstancias especialmente graves en las que esa manipulación puede poner en peligro incluso vidas.
Voy a volver a los principios, a esos que se reflejan tan bien en el lema de este diario, y que se resumen en la grandeza y la función social y pública que se encierra en la modesta palabra “periodismo”, cuando ésta no ha sido desposeída de su significado. Vaciar los conceptos es una de las formas clásicas de manipulación. Vacíos de significado, los significantes pueden ser utilizados incluso en el sentido contrario, en una mueca sarcástica. Volver a los principios supone reflexionar, auto reflexionar, sobre el papel que los periodistas están llamados a tener en una situación como esta y a cómo han y hemos conseguido que tal misión esté deviniendo casi imposible de cumplir.
Una democracia es, por definición, una construcción política basada en la confianza en los intermediarios. Un ciudadano no puede ni tiene capacidad para perfeccionar todas y cada una de las funciones que encarnan y defienden los principios democráticos. Así debe delegar en intermediarios para que le representen y gobiernen (políticos), en intermediarios para que le hagan conocer la realidad sobre la que decidir su voto y comprender el mundo (periodistas), en intermediarios para obtener Justicia y vivir en un Estado de Derecho (jueces y operadores jurídicos), en intermediarios para el derecho a la Salud (médicos y sanitarios), en intermediarios para cumplir con su derecho a la educación (profesores) y así para cada uno de los derechos constitucionales que en muy pocas ocasiones se llevan a cabo de forma personal, excepción hecha, claro, del voto. Hace tiempo que se detectó que todos los intentos de socavar las democracias liberales pasaban por el desprestigio y el ataque a tales intermediarios: todas esas funciones públicas y los profesionales que las encarnan viven ahora mismo las mayores cotas históricas de desprestigio y no sólo ha sido por su desempeño, aunque también con él han facilitado en ocasiones la tarea a los que no aman la libertad.
En el caso del periodismo, el sistema funcionaba de una forma muy sencilla. Como quiera que un periodista sólo vale lo que vale su última firma, la mayoría se cuidaban muy mucho de no resbalar por la pendiente que la hubiera convertido en papel mojado y hubiera acabado con su futuro profesional. Los medios, a su vez, tenían que cuidar de contar con periodistas prestigiados, protegerles y darles cobijo, y además mantener una tarea de control y vigilante, con unos procesos de calidad establecidos, para que nada que no cumpliera los estándares profesionales y éticos saltara la barrera. Eso, tanto en la información como en la bien delimitada y separada opinión, cada uno de los géneros con sus propias normas. Ahí fuera estaban las leyes, los jueces y los propios lectores para poner límites a los desvergonzados y precipitarlos en el abismo del castigo y del olvido.
Todo esto cambió en nuestro país con el trágico asunto de los atentados del 11M. Nunca antes parte de la prensa se había atrevido a saltarse de un modo tan temerario las normas de la profesión y de la verdad para lanzarse a una batalla política en la que todo valía, incluso la muerte del propio oficio. Frente a ellos, los defensores de los hechos cayeron a veces también en la tentación de adoptar su mismo lenguaje para enfrentarse a tal locura. Sin ese periodismo de camisetas, de bandos, de mentiras, de conspiraciones, de mierda, no hubiera sido tan sencillo llegar hasta aquí. Digamos que parte del desprestigio se lo servimos a los involucionistas en bandeja.
Después llegaron las redes sociales. La supuesta democratización de la democracia. Los intermediarios ya no harían falta porque la política, la representación, la justicia, la educación y la información estaban al alcance de cada ciudadano. Valiente engaño. Fue así como empresas tecnológicas pudieron implantar su modelo de negocio -el que habían elegido como más rentable- más allá incluso de las leyes que los estados democráticos habían pulido para controlar a los informadores y a los medios. Las redes no son la vida real. Quizá haberlas convertido en centro del periodismo, haberlas instituido como fuentes, considerarlas material barato y fácil, es parte del pecado de leso periodismo.
Ahora ahí tenemos la papeleta. Ni la guardia civil ni la policía montada de Canadá van a acabar con los bulos y las no noticias y la manipulación a gran escala. En esa primera línea de combate sólo pueden estar los periodistas capaces de volverse con respeto y modestia a las iniciales normas del oficio para constituirse en baluartes contra esta relativización de la verdad que sólo pueden conducirnos al desastre como sociedad. No en vano decía Desantes que “el objeto de la información, se confunde con el suum de la justicia: es también el objeto de la justicia”. Es necesario volver al principio y recordar, y también al ciudadano, que “una noticia es completa, clara, precisa, no ambigua y verdadera, en el sentido de que le es exigible la verdad lógica, no la ontológica”. No existen las noticias falsas. No son noticias, son otra cosa.
Por eso es, más que nunca, la hora de periodismo y de los periodistas. No de los que se lo llaman a sí mismos sino de los que se comportan como tales. También de los medios capaces de subsistir a base de calidad, criterio y jerarquización de valores. Y, cómo no, de los lectores y ciudadanos que nunca debieron pensar que un bien tan preciado y tan caro de obtener como la información real y veraz les iba a poder ser regalado y proporcionado sin esfuerzo ninguno. Por eso es misión también de cada ciudadano discernir qué medios y qué profesionales lo son y quiénes no son sino falsas máscaras de ello. Yo así lo hago. Hay compañeros y medios a los que cito y retuiteo sin la más mínima vacilación porque me consta que su diligencia profesional es similar a la mía y, por tanto, que puedo poner mi propio prestigio en sus manos. Ni yo ni nadie lo haría con cualquiera.
La verdad está ahí. Ninguna decisión sensata puede ser tomada ni en el ámbito privado ni en el social ni en el político ignorándola. Los periodistas somos sólo intermediarios y servidores del derecho a la información veraz de los ciudadanos. No tenemos derecho a ponernos de perfil en una batalla que no va a ganar la guardia civil ni ningún ejército del mundo.
No dejen que les den gato por liebre.