Periodista de guerra en la Región de Murcia
El gotelé de la pared me devolvía la mirada. La primera vez que miré su rostro arrugado dirigí la cabeza en círculos recorriendo toda la habitación, esperando más. Quizá una mampara de cristal con el logo de la empresa impreso en vinilo, una sala repleta de mesas largas con flexos elegantes encendidos, aunque fuera de día, ceniceros por todas partes y una nube de humo cargando el ambiente. Víctor Guillot me dijo una vez que el periodismo se fue a la mierda cuando prohibieron fumar en las redacciones.
Allí no había señores a lo Pedro J. Ramírez con tirantes y una camisa blanca impecablemente planchada metida por dentro. Las pelis de periodistas de los noventa no se parecían en nada a todo eso que veía mientras el gotelé de la pared me miraba. Quizá, me decía a mí mismo, si hubieras pisado una facultad de periodismo, para variar, sabrías cómo son los periódicos de ahora. ¿Dónde estaba ese calvo encorbatado de gran bigote que iba a llevarme al bar de abajo a beber tragos hasta las tantas de la mañana? Si en ese momento hubiera matado mis expectativas con respecto al oficio, habría empatado con ellas. Allí, en realidad, no había nada más que periodistas trabajando.
Tardé un rato en darme cuenta de que si no había ninguna de esas cosas que yo echaba en falta era porque no había dinero. Y porque no estábamos en el set de rodaje de Meet John Doe, ni yo era Gary Cooper ni mucho menos. Ya hubiera querido aquel grandullón. Cuando me comunicaba por correo con ellas, pensé que serían un equipo más o menos grande de personas y al llegar descubrí que conmigo éramos cinco. Tocábamos a trescientos mil habitantes cada una. Tardaría 34 años en entrevistarlos a todos durante una hora, lo cual me jodía bastante porque yo me tendría que jubilar un año antes de acabarlas todas, pero qué le vamos a hacer.
A los pocos meses de todo eso ya había caído en la tentación de comprarme un chaleco beige de bolsillos y adquirido la capacidad de retener durante media hora toda una conversación entre los sesos por si la grabadora fallaba y tenía que transcribir de memoria; también tomé por costumbre escribir mis columnas tecleando con el portátil sobre las piernas con la mirada disociada y sosteniendo un cigarrillo entre los labios a los que apenas doy un par de caladas. Aprendí a redactar oraciones de cien palabras, a hacerme el tonto para parecer inofensivo, a hacerme el fuerte aunque estuviera cagado de miedo y a hacerme el muerto si la cosa se ponía fea. Tres o cuatro reportajes y cinco o seis columnas virales y sin darte cuenta te has venido tan arriba que acabas agitando las aldabas de oro macizo de las grandes casas, cruzando sus umbrales solemnes y sus techos altos, sintiéndote pequeño, pero formando parte del circuito profesional: un rookie, el novato, el nuevo. Pero profesional. Como sentarse en primera clase en un autobús.
He tenido que convivir todo este tiempo con la dualidad del periodismo de acción local con la ambición de alcanzar el público nacional y las cabeceras más prestigiosas; con querer aferrarme a Murcia a toda costa y sin embargo ser consciente de que, quizá, la única forma de ejercer la profesión –ya no diré dignamente– esté más allá de mi tierra. En la Región solo hay dos salidas: periodismo institucional o periodismo de guerra; para el primero hacen falta contactos y para el segundo, principios. Y dinero, un montón de dinero.
Todo lo que queda es hoy y en adelante. El gotelé de la pared volvía a devolverme la mirada. Fijadas en un papel de corcho estaban las dos portadas -históricas, magníficas- de La Opinión de Murcia de la semana de la moción de censura a Fernando López Miras, Inamovible, pétreo y emulando el monumento a Lincoln –aunque, curiosamente, represente a sus enemigo–. Repasé mentalmente todo lo que había en la oficina. Aquella lista de bártulos –en especial, la cafetera y el microondas– y trastos de copistería eran en realidad las únicas cosas que hacían falta para ejercer el oficio. Casi todas las puedes encontrar en casa, pero es la disposición correcta de cada una de ellas la que construye el ecosistema y un puñado de adictos a la información los que lo pueblan y le dan sentido. Pedro Vallín me dijo, al poco de empezar, que este oficio era una fiesta para los que tengan una curiosidad ancha y lo entendí enseguida.
Las mudanzas son ejercicios de arqueología emocional, de trasiego de intereses y recuerdos. Construimos un hogar alrededor de la seguridad que nos ofrece, por eso algunos cambios, aunque sean a mejor, se atragantan como una tragedia, se rumian durante meses y se dubitan a posteriori. Otro escritor que busca trabajo en Madrid, por cierto (no doy clases particulares).
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