Mi pareja murió el 10 de julio de 2020. Nuestro perro, uno de los hijos no humanos que tuvimos, mantuvo su cuerpo pegado al suyo los nueve meses que estuvo enfermo. Se amaban. Mi pareja tenía dos hijos humanos. Se amaban. Yo he criado a una hermana humana como si fuera una hija y he tenido varios hijos no humanos, la mayoría con mi pareja fallecida. Nuestra sobrina humana tiene siete años y ha crecido rodeada de perros y de gatos: su familia no humana. De ellos ha aprendido, principalmente, a respetar la diferencia. Con ellos ha tenido la oportunidad de jugar a otros juegos, el privilegio de hablar y entender otros lenguajes, de dar y recibir otro cariño, de sentir más amor. Ha tenido una vida más rica. La familia ya había perdido a algunos de esos miembros y, a través de la experiencia previa de sus muertes, la niña va encajando mejor la ausencia inconcebible de su adorado tío.
Cinco meses después, el 6 de diciembre de 2020, murió nuestro perro. Desarrolló un cáncer fulminante que incluso sus veterinarios consideran que pudo ser una suerte de extensión del cáncer que se llevó a su padre humano. En el cuerpo de alguien extremadamente sensible, como él era, y con un sistema inmunitario debilitado por el maltrato que sufrió antes de que lo adoptáramos, pudieron hacer mella el estrés y el dolor que habían asolado a nuestra familia. Creo que estaría de acuerdo con esto la Premio Nobel de Medicina Elisabeth Blackburn. En La solución de los telómeros, escrito con la psicóloga Elissa Epel y publicado en español por Debolsillo, expone el poder que tienen las emociones y las relaciones interpersonales en el envejecimiento celular, causa última de la muerte. Es un libro que puede entender cualquier persona humana con cierta capacidad intelectual, haya estudiado o no.
Que la humana es una especie animal -es decir, que nosotras también somos animales- se estudia en Primaria. Que los otros animales también sienten lo sabe cualquiera con una mínima capacidad de empatía y con una experiencia más rica de la vida, aunque no sepa leer. Más allá de ello, la “sintiencia” animal ya fue formulada por filósofos en el siglo XVIII, principalmente el ilustrado Jeremy Bentham, que además era jurista. Se identifica con la capacidad de tener experiencias, ya sean positivas o negativas, es decir, capacidad de disfrutar o de sufrir. El concepto de “sintiencia” se ha tenido en cuenta desde entonces en el desarrollo del pensamiento, de la ciencia y, aunque no lo suficiente, de las leyes: el propio Tratado de Ámsterdam de la Unión Europea reconoce que los [otros] animales son ''seres sintientes''.
El 7 de julio de 2012, un prestigioso grupo internacional de los campos de la neurociencia cognitiva, la neurofarmacología, la neurofisiología y la neurociencia computacional hizo pública la Declaración de Cambridge sobre la Consciencia, en la que concluyeron: ''La ausencia de un neocórtex no parece impedir que un organismo pueda experimentar estados afectivos. Hay evidencias convergentes que indican que los animales no humanos poseen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados de consciencia, junto con la capacidad de mostrar comportamientos intencionales. En consecuencia, el peso de la evidencia indica que los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la consciencia. Los animales no humanos, incluyendo a todos los mamíferos y aves, y otras muchas criaturas, entre las que se encuentran los pulpos, también poseen estos sustratos neurológicos''. Lo hicieron en presencia de Stephen Hawking, que declaró: ''Es obvio para todos los científicos que estamos hoy aquí que los animales sienten y padecen como nosotros. Tienen consciencia. Pero no es obvio para el resto del mundo. No es algo obvio para la sociedad''.
Obviar, pues, la historia de la filosofía, de la biología, de la neurociencia, del conocimiento, no sugiere sino la más pura ignorancia. La literatura al respecto es infinita, pero considero hacer dos recomendaciones, por si despiertan el interés de algún espíritu estudioso, de alguna mente curiosa o de alguna persona dotada del pundonor de la rectificación: Mentes maravillosas: lo que piensan y sienten los animales, del biólogo Carl Safina (Galaxia Gütenberg) y Ecoanimal: una estética plurisensorial, ecologista y animalista, de la filósofa Marta Tafalla (Plaza y Valdés Editores). Son lecturas fascinantes y transformadoras, que se basan en el saber científico. Negar, en todo caso, que un perro siente es una magufada descomunal, propia solo de la soberbia humana. Una frivolidad, si con ella además se busca el mero ataque político.
Una vez más lo han sufrido estos días las ministras Irene Montero e Ione Belarra, cargadas de razón, y sentimientos, al plantear que se reforme el Código Penal para que en los casos de violencia de género se incluyan como agravante las amenazas o daños a los animales de familia de las víctimas, así como que los maltratadores no puedan quedarse con ellas si se decretan medidas cautelares. Los datos debieran ser incuestionables para cualquier periodista y para toda la sociedad: una de cada dos mujeres maltratadas que convive con animales no interpone denuncia o abandona el hogar en el que sufre violencia machista por miedo a las represalias contra sus animales. Dos daños que son uno. La reforma que plantea el Gobierno supondría la ampliación del círculo de protección a las víctimas y, por tanto, la ampliación de nuestro círculo moral.
Mi perra se está echando una siesta mientras yo escribo esto. Nunca lo leerá, carece de esa capacidad. Sabe, sin embargo, que si espera, paciente, a que termine, disfrutaremos mucho juntas. Como sabe que las cosas han cambiado en nuestra familia. Que su padre humano ya no está, que su hermano perro ya no está. Ya no los busca, ya no los espera. Independiente y extremadamente inteligente, nunca antes había llorado al quedarse sola en casa, pero ahora aúlla cuando salgo. Ya sabe que puede pasar algo que me impida volver, aunque estoy segura de que sabe que jamás la dejaría en manos de quien le hiciera daño. Es mi hija no humana. He sobrevivido a este año de devastación gracias al amor, al cuidado y a la compañía de mi familia. Cuando digo familia me refiero también, claro, a mis amigas, a mis amigos, a mis amigues. Y me refiero, naturalmente, a mis otros animales. A mi perra. El 29 de mayo de 2021 también murió nuestra gata. Seguramente, ley de vida: tenía diecisiete años. Su muerte ha sido la guinda del pastel más amargo. Era la abuela no humana de la casa.