La perversión del autocuidado
Un día cualquiera en la Plaza de Cristo Rey (Madrid). No, no es un día cualquiera. Es 22 de diciembre. El runrún de los bombos y las criaturas cantoras ya hace emocionante la mañana. Atasco en la glorieta, ambulancias que entran pitando para derrapar por las entradas de urgencias del Clínico y la Fundación Jiménez Díaz (“la Concha” para las viejas del lugar). Riadas de gente abrevando sus dolencias en las diferentes puertas de los hospitales, como hormigas asustadas. Enfrente, otras tantas hacen cola en un laboratorio privado de Isaac Peral. Y estas se trenzan a su vez con las colas de varias farmacias cercanas. Aún no ha salido el Gordo pero la ciudad ya respira colapso por los cuatro costados.
Paso un rato largo observando esta coreografía de tráfico enloquecida y gente ansiosamente desconcertada. Estoy haciendo tiempo aquí porque no me han dejado pasar al quirófano con mi hijo mayor (una rutinaria y leve intervención). Todo por no haberme podido descargar el pasaporte COVID por un problema con mi tarjeta sanitaria, o con la app de la tarjeta sanitaria, o con la página de la CAM, que se bloqueaba... En fin, un problema más. Una pedrea de problemas. Si todas las personas contagiadas que ahora mismo conozco están doblemente vacunadas, ¿para qué sirve entonces ese pasaporte en estas circunstancias? Pienso en qué harán quienes no tengan tarjeta sanitaria en esta ciudad, pero ese es un segundo premio tan chungo que merece otra columna. Lo lógico hubiera sido hacernos un PCR al padre de la criatura o a mí, pero, ah, el gesto del médico lo dice todo. La lógica se ha terminado. Las serpientes que apenas guardan ya la distancia de seguridad mientras esperan a hacerse su prueba o a la entrega del prometido test de antígenos lo corroboran: la lógica se ha terminado. La sensatez también.
Y el gordo de la lotería se está haciendo de rogar. El gordo del ridículo, no: llega con la obligatoriedad de las mascarillas decidida tras la conferencia de presidentes autonómicos. Aham. Claro, Pedro. Eso cambiará todo este paisaje apocalíptico, sin duda. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Y el reintegro de la demagogia llega con la llamada a la 'cultura del autocuidado'. Espera, Isabel, que se me atraganta el post operatorio del niño. ¿Cómo piensas que ejerzamos el autocuidado después del abandono, después del shock, desde el agotamiento? Pero no, no es otra de sus boutades, ni siquiera es un cuento navideño de buena voluntad: es una muestra más de su modo de gobernar. Una nueva puntilla al desgaste de lo público, ante lo cual solo parece quedarnos la resistencia individual. Nunca una reapropiación me resultó tan perversa, tan torticera, tan de 'qué hija de…', me corto, que estoy ya en la sala de espera de cirugía pediátrica.
Me entero por las enfermeras de que ha salido el primer premio de una vez. A mí me ha tocado otro: ya estamos los tres fuera del hospital, todo ha salido genial. Las auxiliares han vestido a la osa de peluche de mi hijo con una bata de quirófano en miniatura y le han puesto una pulserita de admisión como la que él lleva. A él le han regalado una caja con gasas y jeringuillas para que cuide a la osa durante su convalecencia. No sé, me dan ganas de llorar. Me parece el único gesto lógico y sensato de todo el día. En medio del caos que sigue acuciante en la plaza solo me sale decir entre dientes: Ayuso, deberías lavarte la boca después de usar el término 'autocuidado'. También me sale prometerle a las sanitarias que vamos a defender su trinchera desde cualesquiera que sean nuestros lugares. Que se rompa ya la baraja de esta lotería absurda.
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