La política es volátil, como una pluma al viento o los valores de un youtuber que se muda a Andorra. Pregunten si no me creen a Pablo Casado, que es persona de orden. Hace apenas una semana las encuestas le decían que, lenta y sufridamente, iba recogiendo los réditos del desgaste y la fatiga que este gobierno añade a la fatiga pandémica mientras su gran rival en la derecha, Santiago Abascal, parecía incapaz de romper su techo. Su liderazgo se asentaba y su único problema consistía en sostener que era lo mismo gestionar la pandemia con la mitad de incidencia cerrando la hostelería y el comercio y ampliando el toque de queda –Galicia, Núñez Feijóo– que abrir la hostelería y relajar el toque de queda con el doble de incidencia –Madrid, Díaz Ayuso–. No es tan difícil como parece; solo se necesita desparpajo y Casado tiene para dar y tomar.
Pero, de repente, para más ironía en la semana de su cumpleaños, todo se ha empezado a torcer. Al cabreo indisimulado de sus barones por la persistencia de la presidenta madrileña en presentarse como esa Agustina de Aragón que mantiene abiertos los bares, mientras ellos los chapan porque son unos colaboracionistas con el Gobierno rojosatánico, se sumaron los episodios de película de la Segunda Guerra Mundial que empiezan a rodear al Zendal, el galpón-hospital de Díaz Ayuso. Desde la gerente que propone requisar los teléfonos como si fueran a ingresar en un campo de concentración y no en un hospital a la insólita denuncia de la acción saboteadora de una supuesta “resistencia” antiZendal armada hasta los dientes con pijamas y ropa sucia. Y solo era el principio.
La enésima confesión anunciada de Luis Bárcenas, en las vísperas del juicio por la caja B del partido, le ha obligado a negarse a sí mismo y al partido una y otra vez, como Bill Murray en el Día de la Marmota. Su intento de manual de arrojarlo todo al pozo sin fondo del pasado se ha topado con el mismo problema que persiguió a Mariano Rajoy una década y finalmente acabó con él: la corrupción la gobernó Aznar pero se la comió él. A Casado le pasa lo mismo que a Rajoy: ellos no la inventaron, pero ambos se la tienen que tragar. En el PP miran a la fiscalía y al ejecutivo para explicar la locuacidad de Bárcenas. Pero harían bien en valorar con qué entusiasmo acogen sus revelaciones los mismos medios que forman la guardia pretoriana de la presidenta de Madrid y se pasan el día a la caza del saboteador enmascarado en el Zendal.
Para que no faltase de nada, las encuestas catalanas acabaron la semana pronosticando aquello que parecía casi imposible hace nada: el sorpaso de Vox; ese partido ultra cuyo sentido de Estado acaba de descubrir con alborozo el presidente Pedro Sánchez. Si se confirma la desgracia, esto peta, Pablo; te lo dice un amigo. El domingo 14 de febrero por la noche la sede popular de Génova puede ser una masacre. Recuerda, Pablo, el consejo de Vito Corleone a su hijo Michael, que tampoco quería saber nada de la mafia y era un héroe de guerra: quien entre los tuyos te ofrezca una reunión con los otros para acordar la paz es el traidor.