Después de un año tan (in)tenso política y jurídicamente, en el que varias disposiciones normativas relacionadas con la igualdad han generado debates que hubieran requerido pensar más despacio, como reclama Remedios Zafra, deberíamos hacer un ejercicio de autocrítica. Algo que me temo será complicado en un año electoral donde las dinámicas son las propias de quien defiende o conquista territorios. Sin embargo, no estaría mal que muy especialmente la izquierda se planteara algunas revisiones. No le iría mal, por ejemplo, leer el revelador libro del francés Michaël Foessel, Quartier rouge, cuyo subtítulo, Le plaisir et la gauche, nos da muchas claves sobre cómo deberíamos enfocar determinadas cuestiones en este siglo de incertidumbres. Su lectura, a la que llegué gracias a la recomendación de uno de mis pensadores de cabecera, Daniel Innerarity, fue una de las más reveladoras del 2022 e hizo que me interrogara, por ejemplo, sobre la manera en que, en cuanto varón antipatriarcal, insisto en contagiar a otros hombres el valor de la igualdad.
El libro de Foessel nos plantea cómo desde la izquierda es posible plantear una alternativa al discurso de la derecha que insiste en la bondad de la libertad individual, que se rebela contra restricciones y sanciones, por más que estas respondan a las exigencias de un orden común, y que exalta como valor supremo nuestra supuesta capacidad para elegir. Todo ello se ajusta como un guante a un modelo, ese que autoras como Eva Illouz denominan tecnocapitalismo, en el que el protagonista es un sujeto narcisista, que lo mismo consume bienes que personas: el ego depredador que, no es casual, tiene tanto que ver con las referencias androcéntricas desde las que construimos las democracias y el constitucionalismo contemporáneo. El sujeto “supuestamente” autónomo, adulto, propietario, proveedor y heteronormativo. Vamos, el machote de toda la vida. Una construcción ficticia y parcial que eludió un presupuesto ontológico básico: nuestra común y humana vulnerabilidad. Ese modelo, que nunca tuvo en cuenta quién le hacía la cena a Adam Smith, ha encontrado sus máximas posibilidades de realización en el contexto neoliberal y tecnológico donde cada cual, con apenas el movimiento de un dedo de la mano, puede hacer realidad sus sueños. Eso sí, en función de los recursos que solo a algunos nos permiten poder elegir entre la comida basura como placer culpable y la dieta sanísima que nos garantiza unos cuerpos a prueba de eternidad. Todas y todos cuerpos mercantilizados, maleables, en un espacio sin fronteras donde hasta el amor y el sexo se han convertido en cuestiones de validación, no de reconocimiento.
Es en este contexto, donde el añorado Estado social languidece, en el que la izquierda, y con ella los proyectos políticos relacionados con la igualdad, no está siendo capaz de encontrar acomodo en este siglo XXI tan esclavo de identidades y ombligos. Así lo estamos comprobado por ejemplo en todas sus sin duda necesarias propuestas relacionadas con la libertad sexual o, en general, con los cuerpos, esos artefactos que durante siglos han estado ausentes de la lógica democrática en función de la disciplina de las religiones, la medicina o el Derecho. Junto a una peligrosa deriva punitivista –las sanciones no remueven los sistemas de dominio y opresión-, se multiplican propuestas y sobre todo discursos que acaban siendo moralizantes, que la ciudadanía percibe como restrictivos de su autonomía, y que además se explican más porque parecen no salir del bucle amigo/enemigo. Todo ello suma para que las posiciones reactivas se vean alentadas y creen imaginarios, de manera muy peligrosa entre los más jóvenes, ante la ausencia de propuestas que conecten con su aquí y ahora.
Es aquí donde acierta Foessel al plantear la necesidad de que la izquierda recupere el valor de los placeres, despojados de su instrumentalización mercantilista, y en el marco de una propuesta emancipadora. Esta pasa necesariamente por lo común, por lo compartido, por las energías que derivan de la empatía y el reconocimiento. Por liberarnos de las dinámicas del rendimiento, de los miedos y la vergüenza. De todas esas representaciones que nos hacen creer dueños cuando seguimos siendo esclavos. Se trataría, nada más y nada menos, que de “reconciliar a los ciudadanos con el placer de hacer la sociedad más igualitaria”. Lo cual pasa, entre otras cosas, por despojar el amor, el sexo o los cuerpos de las lógicas de la dominación, dándoles un valor subversivo, político, lejos de los mandatos utilitaristas que nos convierte no solo en consumidores sino también en objetos consumibles. Resignificando “lo perverso” como puerta a otra manera de relaciones en y con el mundo. Reivindicando, a lo Audre Lorde, la fuerza transformadora del erotismo, la consciencia feliz de la risa y el potencial de encuentro democrático del juego. En definitiva, se trataría de subrayar la dimensión emancipadora del placer, lo cual pasa por no renunciar a la imaginación y por clausurar la melancolía. La única vía, en fin, para “realizar el paraíso en las condiciones del infierno”.