El libro de ensayos que acaba de lanzar Michel Nieva tiene un título engañoso. Tecnología y barbarie, se llama. Es un gran título; suena bárbaro, y los títulos se eligen por la música, no por razones conceptuales, pero en términos conceptuales me parece un poco confuso. Puesto así, parecería que Nieva propone reemplazar, en el binomio clásico de Sarmiento, a la civilización por la tecnología; pero su tesis es más sutil, y más interesante. Lo que escribe Nieva en el primer ensayo del libro, que se lee como una clave o un manto que debe cubrir la lectura de los siguientes, es que “la literatura argentina es la frontera entre la civilización y la barbarie, su punto exacto de unión, de ficción y de cruce”. La diferencia es clara, e importante: no se trata de que, en nuestra época, la idea de la tecnología, o sus fantasmas, más bien, hayan reemplazado a los de la civilización. Se trata, de hecho, de que la tecnología es (y fue siempre, tal vez, o al menos desde hace mucho tiempo) un agente perturbador de esa dicotomía.
Me parece interesante pensarlo a la luz de la actualidad, y sobre todo de los ejemplos más tontos. El mundo siempre ha sido muy desigual, pero hoy nos toca verlo 24 horas por día: vivimos bombardeados por las imágenes de los ricos y los pobres y sus vidas disímiles mucho más que nunca. No hay ni que mirar las noticias, ni a los extremos: en las mismas redes sociales en las que nos enteramos de que un amigo se casó vemos las vacaciones a contra temporada de unos y los viajes en el bus colectivo a las 7 de la mañana de otros. Las vidas de una persona que tiene recursos y una que no los tiene no podrían ser más distintas: en la disposición del tiempo, en la alimentación, en la cantidad de espacio disponible, de salud, de horas de sueño. Y, sin embargo, sacando a los extremos (quienes viven en la calle muchas veces no lo poseen; los multimillonarios, a menudo, tampoco), hoy los ricos y los pobres y todo lo que hay en el medio solemos tener en la mano el mismo aparatito. Usamos el mismo Google; incluso nos sacamos los mismas selfies.
Si pensamos que civilización/barbarie es un esquema producido por cierta élite para pensar la alteridad, la sensación es que a medida que la tecnología toma nuestras vidas la intención de esa élite de diferenciarse de lo bárbaro (o lo que es decir lo mismo, de percibirse civilizada) se va empequeñeciendo; los ricos a nuestro alrededor no quieren hacer cosas distintas. Quieren hacer lo mismo, pero con otra marca. Lo mismo, pero con mucho dinero. Esa mentalidad podría pensarse como plebeya, si no fuera porque justamente preserva lo más antiplebeyo de todo, que es la diferencia de clase o de acceso a recursos. Si civilización y barbarie se disuelven no es por un impulso igualitario, ni por una percepción ampliada de la dignidad en la que lo que antes se consideró bárbaro empieza a respetarse; lo que sucede es que, dado el proceso de economización de la vida, a las élites ya no les interesa tanto como antes preservar la idea de que hay una diferencia de tipo entre ellos y los pobres; les alcanza con que la diferencia sea de grado, tener mucha plata o tener poca plata.
Hace unos días me crucé con un debate encarnizado entre académicos de Estados Unidos sobre el volumen de lectura que se da en las universidades. Pensé que quizás sería un tema norteamericano, basado en el peso que tienen allí en la formación de grado las quejas y preferencias de los estudiantes, pero hablando con amigos docentes confirmo que es una cuestión global: en varias universidades en países muy distintos se enfrentan al problema (que, por otra parte, no puede sorprender a nadie) de que los alumnos no leen, y que hay que darles menos bibliografía porque, se quejen o no se quejen, si no no hay forma de no terminar reprobándolos a todos. Me acordé de las hipótesis de Nieva leyendo sobre esto porque la sensación es que mucha gente intentaba explicarlo con categorías que nos quedan cómodas; que el “culto de la palabra escrita” es racista o clasista, o que hay que pensar en la realidad de las universidades, que es cruel, que es anticuado, que hay que adaptarse a los tiempos que corren y cuando no corren vuelan. Y pensé que justamente, lo extraordinario del asunto, lo interesante, es que lo que ha pasado con nuestros cerebros y nuestra atención es un problema que cruza las clases sociales: por supuesto que hay matices y variables, pero jóvenes de todos los sectores sociales son adictos al teléfono o tienen la atención arruinada por él.
Los defensores de “la palabra escrita” (que, le moleste a quien le moleste, sigue siendo la mejor manera de acumular una cierta cantidad de información compleja: yo realmente no creo que se pueda aprender la Crítica de la Razón Pura en un tutorial de vídeo) son al mismo tiempo ilusos y retrógrados, comunistas y liberales. Tiene razón Michel Nieva: la tecnología es un Aleph en el que explotan las diferencias, las fronteras de lo que entendíamos como irreconciliable. Pero quizás hace falta algo más que inercia optimista y aceptación acrítica de todo lo que el capital va proveyendo como futuro para que el sueño tecnológico de la fundición de las diferencias produzca igualdades, en lugar de monstruos.