No sé tú, pero yo entro por la puerta de un juzgado y ya se me pone cara de culpable. Sudores fríos. Ganas de salir de allí cuanto antes. Lo mismo si entro en una comisaría, aunque sea a renovar el DNI: el miedo a ser detenido me dura hasta que salgo a la calle y me alejo. O cuando paso un control de pasaporte en otro país y el policía mira mi documento y me observa, y yo con cara de terrorista o traficante. No digamos un control de carretera, solo me falta salir del coche y tumbarme en el asfalto con las manos en la cabeza. Puestos a confesar intimidades, me pasa también si tengo que hacer cualquier trámite en Hacienda o la Seguridad Social. Cojo número, me voy encogiendo mientras espero, y llego a la mesa del funcionario a punto de derrumbarme: lo confieso, he sido yo.
Aclaro que tengo todos los papeles en regla, nada que ocultar a la ley ni a la administración. Pero sé que es un miedo muy extendido: a la justicia, a la autoridad, a la maquinaria del Estado, a la burocracia, a la arbitrariedad que de pronto te alcanza, a verte atrapado en un malentendido o casualidad de la que no podrás salir fácilmente. A que no puedas escapar del proceso, o no logres acceder a quien puede resolver tu problema, como los personajes de Kafka, tan burófobo él. Pocas cosas me generan tanto desasosiego como abrir el buzón y encontrar una carta que se dirige a mí usando mi nombre completo, ese que solo aparece en los trámites administrativos. Que un cartero me traiga un burofax es la peor de mis pesadillas.
El refranero español ya lo dice con más gracia que yo: “pleitos tengas”. Y dice más: “pleitos tengas y los ganes”, a modo de maldición. La desconfianza ante la ley, la convicción de que iniciar cualquier actuación judicial o administrativa solo te puede traer quebraderos de cabeza, noches sin dormir y muchos gastos. Incluso si te acaba siendo favorable, también si ganas el pleito preferirás haberte ahorrado el calvario.
Por eso me impresiona siempre la alegría con que nuestra clase política se presenta en el juzgado una y otra vez. Por nada y menos van y ponen una querella al rival político, o se suman a una denuncia, o llevan unos recortes de periódico para que investiguen. Las últimas, la tontada del PP sobre la financiación ilegal del PSOE que no había por dónde cogerla, y la respuesta del PSOE anunciando que se querellará de vuelta contra el PP. Y lo mismo pienso del delincuente confeso que pide que se retracten quienes le llaman delincuente confeso, bajo amenaza de querella. O esas organizaciones como Hazte Oír o los Abogados Cristianos, que se pasan las mañanas en el juzgado denunciando por odio a políticos, tuiteros o cómicos (Quequé ha sido el último en sufrirlo). Y en general, la interminable judicialización de la política, usar los juzgados como tercera cámara legislativa, como alternativa a las urnas o como moción de censura contra rivales, confiado siempre en encontrar jueces favorables y triquiñuelas legales, o conseguir al menos una pena de telediario.
El ciudadano común cambia de acera si tiene que pasar junto a un juzgado o comisaría, no sea que se abra una puerta, le confundan con alguien y acabe dentro. El ciudadano común no discute con Hacienda más allá de lo razonable, y paga sus multas de tráfico al primer aviso para que se le quede en la mitad. El ciudadano común no va por la vida diciendo “hablaré con mi abogado”, ni “nos veremos en los tribunales”. El ciudadano común se dice a sí mismo “pleitos tengas…”, y siente una distancia galáctica de aquellos profesionales de la querella, esos que parecen sentir un íntimo placer al recibir un burofax a su nombre.