Son pequeñas, discretas y aparentemente inofensivas. Aparecen escoltando títulos de obras, citas textuales, significados inusuales, usos metalingüísticos: son las comillas, los seres liliputienses de la puntuación. Comparadas con otras criaturas ortotipográficas como las comas o las tildes (mucho más propensas a acaparar polémicas, despertar encendidos debates y generar posiciones enconadas), las comillas tienden a pasar más bien desapercibidas y mantenerse en un prudente y anodino segundo plano. Hasta la semana pasada.
Hace unos días El Periódico filtraba una supuesta comunicación de la CIA fechada en mayo de 2017 en la que se avisaba a los Mossos d’Esquadra del riesgo de atentados en la Rambla. Julian Assange, fundador de Wikileaks, expresaba en Twitter su escepticismo ante la veracidad de la noticia. ¿El motivo? Las comillas que aparecen en el informe filtrado por la CIA son comillas españolas (« »), una variedad de comillas prácticamente desconocidas en el mundo angloparlante (donde las comillas habituales son las llamadas comillas inglesas “ ”) y por lo tanto improbables candidatas a aparecer en un informe supuestamente redactado por la CIA.
Las comillas tipográficas se convertían de la noche a la mañana en prueba detectivesca sobre la validez de la supuesta filtración. Nunca una responsabilidad tan pesada cayó sobre los hombros de un signo tipográfico tan pequeño.
El antepasado de nuestras comillas modernas es la dipla, un signo con forma de uve mayúscula tumbada nacido en el siglo II a.C. en la floreciente Biblioteca de Alejandría. La dipla era utilizada por los bibliotecarios de la antigüedad y se colocaba en los márgenes junto a una línea de texto determinada para indicar la presencia de un pasaje particularmente llamativo o interesante sobre el que volver; algo así como una forma discreta y poco invasiva de subrayar un fragmento que, por algún motivo, hubiera llamado la atención del lector. Y encargada de esta discreta pero noble función permaneció durante largo tiempo la tímida dipla.
Pero algo inesperado ocurrió con la llegada del nuevo milenio. El surgimiento del cristianismo desató una producción textual sin precedentes. La cantidad de textos sobre la doctrina cristiana y la interpretación de la Biblia creció de una manera tan espectacular durante los siglos de expansión del cristianismo que si a comienzos del siglo II d.C. 1 de cada 50 manuscritos producidos era de temática cristiana, para finales del siglo VIII lo eran 4 de cada 5. La interpretación de la voluntad divina no podía dejarse a la buena de Dios y poner por escrito la palabra del Señor requería de precisión y matices, así que la fiebre de producción textual generó nuevas necesidades tipográficas que hasta entonces no se habían dado: quienes escribían se veían en la necesidad de separar de alguna manera los fragmentos literales extraídos de la Biblia del comentario o la glosa del autor que escribía, así que los padres de la iglesia echaron mano entonces de la antigua dipla como forma de indicar que el texto que seguía a continuación era una cita bíblica literal. La modesta dipla pasó de ser una humilde llamada de atención sobre el texto a preludiar la palabra de Dios. Aunque aún tardaría varios siglos en asentarse, el uso actual que hacemos de las comillas angulares como símbolo de cita bebe de esta antigua tradición textual cristiana.
Sin embargo, por motivos que no están del todo claros, en Gran Bretaña se asentó una notación diferente a la del resto del continente y los editores británicos optaron por usar dos comas seguidas (,,) situadas en el margen del texto para indicar cuándo un fragmento era una cita textual. De esta variedad británica nacen las comillas dobles que hoy conocemos. Las comillas son, literalmente, dos pequeñas comas que se han volado a la parte superior de la línea.
A partir de ahí, la tradición editorial hizo el resto. Cada país (o cada comunidad lingüística) parece tener sus propias preferencias tipográficas. Preferencias que, como ha ocurrido con el supuesto informe filtrado por El Periódico, prácticamente permite al ojo tipográfico entrenado detectar orígenes geográficos. En los países anglófonos, el par de comas voladizas dio pie a las que hoy se conocen como comillas inglesas (“ ”) y son, junto con las comillas simples (‘ ’), las más habituales.
En Europa prosperaron las versiones descendientes de la dipla griega (conocidas como comillas angulares, españolas, latinas o francesas), aunque con ligeras variantes locales: en francés la etiqueta tipográfica dicta que entre las comillas y las palabras entrecomilladas adyacentes debe dejarse un espacio (« comillas »). En alemán también se usan comillas angulares, aunque giradas 180º grados (»comillas«).
A pesar de que en España se considera canónica esta variedad de comilla (y es, de hecho, la que la RAE recomienda como primera opción), la comilla española se encuentra hoy en claro retroceso frente a su prima británica, la comilla inglesa, que le come la tostada sin miramientos tanto en la escritura a mano como en digital. Y es que la ausencia de comillas angulares en la mayoría de teclados ha condenado prácticamente al olvido a las castizas comillas españolas. El teclado mató a la comilla española y ya solo los sibaritas tipográficos más esmerados se toman la molestia de teclearla. Ellos, y, quizás, los investigadores de la CIA.
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La historia sobre el origen de las comillas y de otros símbolos tipográficos se puede leer en el muy recomendable libro Shady Characters: The Secret Life of Punctuation, Symbols, & Other Typographical Marks de Keith Houston.