Pienso que muchos de los problemas a los que nos enfrentamos hoy en día comenzaron en el momento en el que los académicos de la RAE decidieron incluir en el diccionario la palabra “zasca”, terminando de legitimarla por completo. Hice una búsqueda en Google para saber en qué año fue aceptada (en el 2019). Pues resulta que si escribes “zasca” y “RAE” en Google te salen “zascas” de la propia Academia: “El 'zasca' de la RAE a esta consulta que arrasa en Twitter”, se puede leer en una noticia. La Real Academia de la Lengua haciendo zascas. Y este es el ejemplo más claro de por qué odiar esta palabra creada por el mismísimo Satán. El zasca, el satisfayer verbal de nuestro tiempo, la gratificación inmediata del bofetón ideológico, la faltada sistemática como interpelación al contrario, nos ha convertido a todos en púgiles de la palabra o, al menos, en espectadores premium del combate. Pero especialmente ha convertido en boxeadores verbales a los políticos, que han hecho del zasca su lengua materna. Son bilingües en español y en zasca, incluso los que tienen problemas con la inmersión lingüística. Es fácil imaginarse a los asesores engordando los discursos en sus despachos: “Eso está bastante educado, ¿no crees? Vamos a ponerle un poquito más de odio”.
Hay un incentivo constante para ser cada vez más extremo en el ataque al rival, porque eso es ya lo que marca la diferencia. Decía Isabel Díaz Ayuso en su discurso durante el Congreso del PP de Madrid de este fin de semana que “no hay propuesta simplona e irresponsable de la izquierda que no afecte directamente a la prosperidad y la libertad. Su forma de ver la vida, propia de malcriadas que aspiran a llegar solas y borrachas, desprovistas de responsabilidades ni siquiera ante sus peores decisiones, nos abochorna a la inmensa mayoría de las mujeres, que trabajamos cada día por sacar adelante nuestro país”. Del discurso llama la atención el mensaje (poner en contraposición la posibilidad de poder llegar a casa sola y borracha después de una noche fiesta sin que nadie te acose o agreda, con la responsabilidad. Poner en contraposición a mujeres malcriadas con mujeres responsables y trabajadoras), llama la atención el tono –que no deja de sorprender pese a haberse convertido en habitual–, pero también el lugar elegido para emplearlo. Utilizar esas palabras durante un Congreso de tu partido en el que vas a ser elegida, marcar al otro desde una posición tan extrema, indica claramente el camino. Por mucho que enfrente, ajustándose las gafas, estuviese sentada la supuesta moderación.
Lo que pasa es que en la política actual ya no es suficiente con ganar, además hay que quedar por encima. Y si puedes recrearte en la ofensa mejor porque muchos te jalearán en círculo. Es un ciclo que se refuerza a sí mismo; cuanto más violenta se vuelve la política, más recompensa tiene la agresión. Muchos votantes se han acomodado en el regocijo de ver al otro humillado dialécticamente por el “suyo”. ¡Claro que sí, húndelos! Más emoticono de corona de rey o reina). Más que votantes hay seguidores, groupies, hooligans del espectáculo.
En la mayor parte de trabajos utilizar un lenguaje grosero o tener un comportamiento grosero te cuesta el despido. La vida normal no suele ser una secuela de ‘El lobo de Wall Street’, por fortuna para nuestra salud cardiovascular. Pero en política moderna, sin embargo, la grosería se ve como algo positivo, un extra en la hamburguesa. Es más, muchas veces se describe como la señal definitiva de contundencia. Ser grosero en política es “ser contundente”, de la misma forma que ser maleducado es “tener carácter”.
La consecuencia es que todos estamos atrapados en este sombrío carrusel de burradas dialécticas. ¿Y cómo bajarse de un carrusel en marcha sin caerse o marearse? “¡Pues vete al médico!” Respondería alguno en el Congreso.