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Política hipster: los límites de una época

Moda hipster, música hipster, literatura hipster e incluso sexo hipster, pero ¿política hipster? No hay diferencia más insalvable que entre quien está interesado por la política –y por lo tanto por alguna idea de lo común– y un hipster. Al fin y al cabo, un hipster es poco menos que un tratadista del buen gusto, un esteta elevado a la potencia de sí mismo, un aristócrata en modas y hypes tan elevados y exquisitos que no parecen pasar por tales; en definitiva, un narciso empedernido.

Esta es la principal conclusión de Víctor Lenore y de su libro Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural. Un libro en cierto modo excepcional no tanto por la sofisticación de su argumentación o por su ingenio y calidad literaria, sino porque trata de abrir un buen boquete en el muro de autocomplacencia de la crítica cultural española. O dicho de otro modo, porque quiere hacer crítica cultural, lo que implica comprender los productos culturales, y los sujetos que los consumen, en su contexto social y político.

Ácido, descarnado y en buena medida atravesado por la biografía propia, Lenore nos muestra el universo de esta subcultura de clase media. Sus gustos superiores, su incurable anglofilia, sus preferencias musicales siempre minoritarias, sus rituales de cultura de festival. En definitiva, lo que podríamos llamar “sus idioteces”, tan banales como las de cualquier otro grupo organizado en torno al gusto. Con esta descripción, Lenore apunta sin embargo a un fenómeno repetido en la historia y pocas veces estudiado. Las clases medias producen sus propias escenas culturales que permiten a algunas franjas y sectores –normalmente en la fase juvenil– producir un capital cultural de distinción que las separa a un tiempo de la “masa” y las eleva a otra esfera tan selecta y divina que sólo está al alcance de unos pocos.

No obstante, el libro de Lenore se cierra con un final prometedor. La cultura hipster y su individualismo congénito están al borde de la desaparición. El disolvente ha sido el 15M. Resulta que un buen día, ya avanzada la crisis, esos mismos jóvenes, o no tan jóvenes, pero siempre de clase media, se toparon con un presente hecho de precariedad, expectativas frustradas y promesas incumplidas. Ni los fines de semana de festival, ni la pretensión de goce en un trabajo cool y creativo, ni sus burbujas estéticas podían sostenerse ya ante una realidad hecha de ausencia de futuro profesional e incertidumbre. La crisis de la clase media había alcanzado a sus élites culturales.

15M y clase media

Paradójicamente fue este carácter de clase media lo que dio al 15M su ímpetu, su carácter transversal, su condición de “normalidad”, lo que en España quiere decir su posición hegemónica. Sin querer hacer una caricatura: bastó que en la Puerta del Sol se reunieran unos cuantos miles de chicos y chicas bien y que decidieran quedarse un par de noches, para que la escena se repitiera en más de 200 ciudades. Siquiera el cerco mediático aguantó unos días. Pasada la sorpresa, periodistas, funcionarios, políticos, profesionales reconocieron “a los suyos”, y aunque tardaron mucho en entender nada, hicieron de la protesta algo legítimo.

¿Os imagináis que habría sido del 15M si hubiese estado protagonizado por chonis y macoquis, jenis y jonis, canis y desarrapaos? No habrían durado ni medio día. Aparte de que sus formas de protesta habrían sido mucho menos pacíficas, y por ende menos legítimas para la sociedad oficial, la policía hubiera cargado inmisericorde todas las noches que hubiera hecho falta. O en otra hipótesis: ¿qué habría ocurrido si en lugar de una acampada mayoritariamente gobernada por universitarios de entre 25 y 35 años lo hubiera sido por sindicalistas de más de 50 años? Sin duda, habría sido recordada como una gran protesta por la dignidad del trabajo; una entre muchas otras en la larga serie de hechos políticos que el país atravesó en la segunda década del siglo XXI. En definitiva, el 15M fue lo que fue porque llevó a los jóvenes de clase media de sus preocupaciones mundanas y sus alambicados rituales de reconocimiento, a la palestra política. Y así fue como una juventud formada y cada vez más desclasada pudo reconocerse en un proyecto político.

Con el 15M se abrió pues una oportunidad al cambio. Casi se podría decir que fue una bisagra entre dos épocas. Si ni los hijos del privilegio iban a ser integrados, ¿cómo se podría sostener este régimen? La crisis política estaba servida. Y de ahí se pasó al movimiento por la vivienda y todas las mareas en defensa de la sanidad, de la educación y los servicios públicos. El país se movilizaba, vibraba con esos jóvenes a la cabeza.

La pregunta no obstante que todavía retumba tras el estruendo y la marcha de este ejército de indignados es en qué consiste este cambio. O de una forma más precisa ¿cuál es el cambio al que podemos aspirar? Desde aquel mayo de 2011 hemos sido muchos los que nos creímos que el nuevo horizonte consistía básicamente en más democracia o #DemocraciaRealYa. La corriente de fondo parecía que nos arrastraba hacia a un proceso constituyente, hacia una democratización radical de las instituciones que a la vez pusiera en marcha algo del viejo reparto de la riqueza. Resonaba sin quererlo la experiencia de las dos repúblicas o incluso de lo mejor de la Transición. En los tres casos, el cambio político vino promovido por una vasta alianza social que reunió en un proyecto compartido a las clases medias –la “gente normal” que se decía en el 15M– y a las clases trabajadoras. El 15M llamó a esa alianza 99%.

Y sin embargo, este horizonte de oportunidad puede quedar rebajado, muy rebajado, respecto a este anhelo de más democracia. Recapitulemos: se trata de élites culturales y de clases medias. Y recordemos con Owen Jones que hoy la “clase obrera” no existe más que como “jenis y jonis, canis y desarrapaos”. No hay organización obrera propiamente dicha, ni sindicalismo social, aunque algo valioso avanzara la PAH y los StopDesahucios y aun cuando todavía exista buen sindicalismo.

La cuestión es, pues, en qué puede quedar el cambio. Si este se decanta en términos de los intereses inmediatos de las élites culturales y de los jóvenes de clase media –marginados hasta hace poco del empleo, la profesión y las instituciones– podemos intuir lo que nos espera. Estaremos ante un recambio de élites. Este se podrá aderezar con una regeneración parcial de la democracia, reducida en lo básico al relevo de los actores políticos. La sustitución se prolongará por todo el espectro que forman las élites culturales: el periodismo, los intelectuales públicos, la Universidad. Pero lo que desde luego no se hará realidad es esa promesa de más democracia con más reparto de la riqueza que históricamente ha concitado la palabra República.

Los síntomas, más bien inquietantes, de que este escenario de mínimos puja al alza se observan aquí y allá. Aparecen en el creciente desprecio a la participación y al activismo, que ahora y desde un democratismo de delegación, acusa a éste de “aristocratismo” y “elitismo”. También se observan en la rebaja del discurso que de forma congruente propone Podemos para conquistar la mayoría electoral. Lo vemos también en la propia composición de su Consejo Ciudadano que más allá de las listas plancha nos propone una nueva versión del “gobierno de los mejores”. Un gobierno que coincide en una parte increíblemente grande con profesores, alumnos y exalumnos de apenas dos carreras (filosofía y políticas) y de una Universidad (la Complutense de Madrid).

Pero evidentemente no se trata de cargar las tintas sobre Podemos. El nuevo partido cabalga una época que con otros mimbres hubiera dado seguro otros resultados. De lo que se trata es de reconocer primero las viejas cuestiones de “clase” para reconstruir, luego, las alianzas y las organizaciones que hagan posible el cambio. La parte electoral será importante, pero por sí sola y sin la pluralidad social y política que requiere, puede contribuir más bien a devolvernos a un mundo “hipster” hecho ya no de entretenimiento de minorías, sino opinión pública, política de gobierno y cultura oficial.