Supongo que es normal, cuando una se dedica a algo que es al mismo tiempo tan anticuado y tan infantil como escribir (pienso que tengo la suerte de tener claro lo tierno de mi ocupación: leo a mucha gente a la que esa falta de autoconciencia se le nota), alternar sin solución de continuidad entre el nihilismo y la solemnidad total. Momentos en que una se ensimisma en lo que está haciendo como si escribiera para que no leyera nadie y momentos en que piensa en la responsabilidad de poder tomar la pluma como si algo del presente o del futuro realmente se jugara en ese gesto, en lo que una fuera capaz de decir. Ninguna de las dos cosas es completamente cierta nunca.
Cuando estoy en el segundo polo, o cerca de él, me pregunto cómo viven otros escritores la relación entre lo que están leyendo o escribiendo y lo que va sucediendo a su alrededor. Supongo que hay gente que está cien por ciento en sus cosas, que intenta (y logra) que nada de lo que sucede alrededor penetre sus procesos; nunca fui de esos. Del otro lado, calculo que hay gente que va investigando y leyendo sobre las novedades literarias, y también gente que se va entusiasmando con cuestiones de la realidad, más personal o más pública, según el caso, y deja que su obra vaya siendo orientada por esos vaivenes ajenos e inapelables. No fui nunca cien por ciento de esos, tampoco, pero quizás sí hubo épocas en las que estuve muy atenta a informarme sobre lo que estaba sucediendo a mi alrededor, armando incluso mi propia agenda de temas y obsesiones a partir de eso.
Hace un par de años, no obstante, que encontré una especie de equilibrio que me queda bien, y que es hacer algo parecido a esto que dije recién, pero al revés: yo estoy en mis cosas, en lo que sea que estoy leyendo o escribiendo por la razón que sea, y lo que sea que va pasando lo leo a la luz de eso. En el fondo es como un horóscopo: elegir una clave azarosa para pensar la actualidad, en lugar de buscar la mejor manera o la más precisa de pensarla. A veces me pierdo asuntos clave, esa vendría a ser la desventaja; y otras veces veo cosas que solo un cruce caprichoso te puede mostrar.
Todo esto para decir que cuando esta semana me enteré de que se habían llevado presos al voleo en la manifestación del jueves y los iban a tener quién sabía cuánto yo estaba leyendo sobre el resentimiento. Es un asunto largo, pero lo que tenía entre manos era Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment, el libro que Francis Fukuyama empezó a pergeñar cuando Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos y que se publicaría finalmente en 2018. Hacía unas semanas había leído “¡Viva el resentimiento!”, un ensayo de Mark Fisher que en español salió publicado en Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos.
Mi primer instinto fue tachar todo lo que había escrito en contra del resentimiento: qué otra cosa se puede sentir por gente que se alegra de ver a alguien que no hizo nada encerrado en Marcos Paz. Pero no taché nada, porque nunca hay que tachar nada
En principio parecía que Fisher y Fukuyama utilizaban el concepto de resentimiento de maneras contrapuestas: mientras Fisher cree que el resentimiento es una buena vía para lograr que las personas se sumen a la lucha contra la injusticia, Fukuyama llamaba “políticas del resentimiento” a este fenómeno en el cual un líder (pongamos Trump, Putin o Milei) logra movilizar a un grupo (pongamos, los hombres blancos) en torno de la creencia de que su identidad ha sido menospreciada y hace falta alguna suerte de restitución de dignidad a su comunidad y sus valores; que quienes los han devaluado (pongamos, los migrantes, las mujeres o los homosexuales) vuelvan a reconocerles su superioridad intrínseca.
Pero si una sigue leyendo, es evidente que las lecturas de Fisher y Fukuyama sobre el resentimiento y su rol en la política tienen bastantes rasgos en común; Fukuyama, de hecho, reconoce que la izquierda supo utilizar en otra época el resentimiento contra los capitalistas ricos para hacer crecer sus bases; el problema, dice, es que hoy las identidades que circulan son mucho más pequeñas. La izquierda ya no quiere o no puede movilizar a las masas en torno de lealtades más amplias como “los oprimidos” o “los que trabajan”; es la derecha la que ha logrado movilizar el resentimiento en torno de una identidad grande y abstracta como “la gente sana y normal” contra “los desviados” o “los que viven del Estado”. Fukuyama, entonces, piensa que el resentimiento hoy está mal dirigido; pero no parece descartar del todo que se pueda dirigir bien, como quería Fisher.
En mis notas para lo que estoy escribiendo sobre eso puse que entonces no me queda claro que el resentimiento sea la llave de nada, como suele suceder con las emociones en política; si el resentimiento puede ser de izquierda o de derecha, entonces lo más importante es tener ideas que lo orienten bien; y diría más, incluso. Creo que el resentimiento tiende mucho más a orientarse contra personas que contra sistemas; hay que transformarlo bastante, me parece, para que pase de ser un sentimiento mezquino contra una persona que ocupa una posición a una convicción firme que nos lleve a actuar contra la existencia de esa posición. En esto estaba yo, entonces, cuando empecé a ver los videos de las detenciones, y las reacciones en Internet a esos videos. Efectivamente, había mucha emoción de ambos lados: ira y angustia por la arbitrariedad de un lado, regocijo y sarcasmo del otro (“presos políticos por quemar un auto”, tuiteaban los supuestos liberales sobre gente que no había quemado ningún auto y estaba presa con imputaciones rarísimas).
Mi primer instinto fue tachar todo lo que había escrito en contra del resentimiento: qué otra cosa se puede sentir por gente que se alegra de ver a alguien que no hizo nada encerrado en Marcos Paz. Pero no taché nada, porque nunca hay que tachar nada. Nomás anoté que en los últimos años, la política viene haciendo de terapéutica, y que incluso si ciertas emociones no son tan útiles políticamente (porque la verdad es que la mayoría de mis amigos indignados no se movilizó a ninguna parte; los que fueron a actuar son los de las organizaciones que van siempre, los abogados de derechos humanos, la gente que siempre está y que, de hecho, ya está tan habituada a la angustia y la impotencia que tiene muchos recursos para vivenciarlas) hay que encontrar la manera de darle una cabida a eso, de convertirlo en algo que sí sirva, porque para muchas personas hoy, sobre todo personas jóvenes, la emoción y su demostración histriónica son las formas centrales de estar en el mundo.
Anoté, también, que Fukuyama tiene razón y el resentimiento quizás incluye mucho potencial, pero en nuestra época tiene también una inclinación demasiado fuerte a lado derecho del corazón; porque esa ironía que lleva implícita un “algo habrán hecho” es exactamente eso, esa satisfacción neurótica con una venganza contra no sé entiende quién por haberte hecho algún daño que tampoco queda demasiado claro.