Os pone muchísimo un escritor triste
He vuelto a casa por Navidad y qué mala fama tiene la nostalgia. Mi antiguo cuarto es un trastero. Siguen colgados en la pared mis títulos, mis premios literarios, mi pizarra, ese viejo póster de los Raptors, la bufanda del C.D Castellón que me regalaron unos chavales en el Viñarock de 2014, un ambipur que compré para disimular (sin éxito) el olor a marihuana que salía en tromba de mi mesita de noche —que se mudó conmigo—, un reloj de pared cuya hora de la muerte fue las nueve y cinco, y una foto con mis abuelos. Todo lo que fui, o lo que queda de mí, cuelga de la pared. En el suelo, en cambio, todo me resulta ajeno.
He vuelto a casa por Navidad y mi antigua vida ya no existe. Me asomo al balcón con un cigarrillo torcido entre los dedos para contemplar los edificios cansados de ladrillo, plantados a lo lejos como pasmarotes durmientes en el horizonte. Entonces, pasa delante de mí, como un ángel descarriado, un jazzman con plumas esperando el golpe de saxofón adecuado para caer en picado y ascender de nuevo segundos después. Lo observo volar con la cabeza ladeada, como si escuchase los secretos del viento; quizá los pájaros vuelen porque conocen su nombre.
Calle abajo, la gente corre como poemas desenfrenados, y se escucha la conversación de dos tipos que, a la manera de Allen y Gregory y Bill —o Kerouac y su puta madre—, nos convierten a todos en extraños peregrinos. El sol cae en oblicuo sobre la autovía y el jilguero, tieso en el aire, parece un viejo beatnik calado hasta los huesos de tanto aletear sin rumbo: un minúsculo Dean Moriarty con pico y alas, que no necesita hacer autoestop ni subirse a camionetas de desconocidos para viajar; le basta con saltar al vacío y confiar en que la gravedad no haya cambiado desde la última vez.
Vuelvo a entrar con la extraña sensación de que falta algo en alguna parte. Me siento a escribir esta columna. Hago lo de siempre: estiro la espalda, echo el cuello hacia el hombro izquierdo y escribo esquivando mi astigmatismo con los ojos entrecerrados; me muerdo las uñas y disocio hasta que aparecen una o dos palabras que me sirvan para empezar a trabajar. Prendo un cigarro y finjo que miro entre el humo como un chamán amazónico puesto de ayahuasca. Finjo, finjo y finjo, porque para eso está la ficción, y el problema es que hoy no encuentro ficción alguna.
“¿Para qué sirve un escritor que no escribe?”, me pregunto. Y escribo, como el que aligera el paso cuando mira de reojo al jefe. “¿Para qué escribe un escritor?”, continúo. Y qué tontería de pregunta, recuerdo aquello que dijo Irene Vallejo: “Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies”. También me viene a la mente eso de Borges, de que uno no escribe lo que quisiera sino lo que puede, pero que uno lee lo que quiere. Fingimos que este oficio nos salva, cuando en realidad es la manera más refinada de desangrar nuestras miserias con el beneplácito del público. Y parece que a algunos os encanta: nos convertís en vuestros mártires literarios para justificar vuestra propia desgana existencial.
De vez en cuando, a alguien se le ocurre decirme que mis mejores textos son esos en los que estoy hecho una mierda, descompuesto y rebozado en toneladas de miseria autocompasiva. Y es a ti, yonki de la melancolía ajena, que romantizas a un alcohólico disfuncional como Bukowski, que idealizas las vidas miserables de Virginia Woolf o Edgar Allan Poe, que te rebañas en el cinismo de Houellebecq y mojas tus grasientos deditos en la tristeza que se llevó por delante a Foster Wallace, a Pizarnik o a Sylvia Plath; es a ti a quien dedico esta pieza. Necesitas nuestro dolor para diluir el tuyo, te regocijas en los acordes de nuestra languidez y te das el lujo de llamar “poeta maldito” o “escritora atormentada” a un simple puñado de gente triste que hace arte, gente vomitando tinta, pringando folios malheridos y perpetuando esa pose de artista con los cables pelados que tanto te pone. Al final, asumimos nuestro papel: llorar tinta mientras otros, cómodamente, nos leen con un leve gesto de aprobación o conmiseración.
Eppur scriviamo, para que nos sigas mirando con esa autocomplacencia morbosa, esperando que el siguiente texto sea un derrame de trauma y flagelos; sabes que nos tienes atrapados, que somos tan buenos masoquistas que no podemos apartarnos de las palabras y disfrutas de cada espasmo emocional con la fascinación de quien mira un incendio desde la distancia adecuada; observas como un turista nuestros rituales de locura, cazando las migajas de autoestima que se derraman al cerrar el libro o apagar la pantalla
Me he levantado de la silla y basta con asomarse al balcón para notar ese cansancio compartido que impregna el aire: rostros apagados por la rutina, edificios que persisten por inercia y un sol tímido que parece no terminar de salir jamás. He vuelto a casa por Navidad, debería dedicarme a otras cosas.
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