Cualquiera que haya cursado el (muy absurdo) grado de publicidad, ha estudiado, al menos de pasada, el caso de Coca-Cola y Pepsi. Estas dos marcas cuentan con un buen montón de hitos publicitarios por separado, pero también, he ahí la peculiaridad, los tienen conjuntos.
Además de varios spots donde las marcas se atizaban entre sí, la acción de marketing más agresiva fue firmada por Pepsi en los años setenta. Lo llamó “Pepsi Challenge” y eran unas catas a ciegas organizadas en centros comerciales donde se invitaba a probar dos refrescos de cola con la marca oculta y a elegir luego el más sabroso y refrescante. Uno era Pepsi, el otro Coca-Cola. Pepsi ganaba siempre, faltaría más, aunque sigue sin estar muy claro si era gracias al sabor o a algún motivo menos dulce.
Para el próximo curso, sin embargo, el temario de publicidad tendrá que renovarse ya que a la de por sí generosa lista de innovaciones de marketing de estas empresas hay que sumar ahora una nueva. Resulta que los dos mastodontes del azúcar diluido llevan años donando millones de dólares a un selecto grupo de organizaciones sanitarias y del ámbito de la infancia para que se hicieran los locos con respecto a los efectos perniciosos de sus productos.
La idea era sencilla: yo le pago a usted, prestigiosa entidad, y usted culpa de la obesidad al hip-hop, a la play o a los pokémon. A lo que le dé la gana, vaya, salvo a los refrescos carbonatados. Una jugada maestra del (llamémosle) marketing creativo que recuerda a iniciativas igualmente ingeniosas desarrolladas décadas antes por los señores del tabaco.
Una de los protagonistas del escándalo es Save the Children. La ONG apoyó en su día una campaña para que estos refrescos fueran cargados con un impuesto extra… hasta que dejó de apoyarla. En aquel momento nadie entendió el porqué de tan súbito cambio de opinión. Ahora sabemos que coincidió con un ingreso de 5 millones de dólares procedente de PepsiCo. Save the Children, sin embargo, ha negado que exista relación alguna entre sus estrategias y las donaciones privadas. Fue, dicen, casualidad.
Una de las consecuencias más lamentables de este asunto es que carga de razones a conspiranoicos de todo pelaje, esos que ven una amenaza en cualquier empresa que pase de los veinte empleados. Hay, sin ir más lejos, quien ya está usando el colagate para reforzar sus sospechas acerca de los chemtrails, esas nubes de condensación que dejan tras de sí algunos aviones y que, aseguran, nos están matando lentamente (vaya usted a saber por qué).
Pero quizá, puestos a jugar a la conspiración, convendría dejar tranquilos los cielos y mirar a la altura de nuestros ojos. Por ejemplo: a la estantería del súper. Por ejemplo: a todos esos paquetes de cereales, bollos y pastelitos avalados en su envoltorio por prestigiosas asociaciones de dietistas, nutricionistas y pediatras. Organismos con su sello y sus siglas que le aseguran a usted, consumidor, consumidora, que lo que come su retoño le hará más fuerte, más alto y no descarte que también un poco más espabilado. A saber cuánto cuesta el sellito. Pero, insisto, no nos pongamos paranoicos.