La democracia representativa se caracteriza, entre otras cuestiones, por ser un sistema político en el que el conjunto de la ciudadanía elige a sus representantes. Establece una forma de convivencia civilizada, con determinados instrumentos para la adopción de decisiones colectivas. Como sabía Ibsen, la mayoría no tiene necesariamente la razón. Pero sí ostenta la legitimidad objetiva para decidir. La razón siempre será más subjetiva, lo cual contrasta con la realidad de que podemos determinar objetivamente qué representantes han obtenido el apoyo mayoritario para dirigir las instituciones, en virtud de las reglas del juego aceptadas. Parece claro que no resultará admisible acatar esas reglas cuando se ganan unas elecciones y no respetarlas de forma tramposa cuando se pierden.
No basta con que los dirigentes políticos se autocalifiquen enfáticamente como demócratas. Incluso Franco proclamaba que en España había democracia, aunque la apellidara como “orgánica”. Lo relevante será fijarse en las actitudes y determinar si coinciden con los principios democráticos. En paráfrasis de Chomsky, podríamos considerar que no creemos en la democracia si no respetamos el derecho a gobernar de aquellos con quienes discrepamos, cuando estos obtienen la adhesión mayoritaria de la ciudadanía. El sistema democrático se fundamenta en la reciprocidad: existe un pacto tácito entre las fuerzas políticas rivales para reconocerse mutuamente como adversarios legítimos.
Como han explicado Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en los tiempos contemporáneos las democracias ya no suelen ser derribadas con golpes militares siniestros. Al contrario, mueren desde dentro, desde la degeneración paulatina de determinadas dinámicas del sistema democrático. Los rasgos comunes en estos procesos son la deslegitimación dolosa de las instituciones, la negación maliciosa de los resultados electorales y el rechazo a que los gobiernos elegidos democráticamente puedan ejercer sus funciones. Lo hemos observado hace poco en Brasil, lo vimos en Estados Unidos con las algaradas trumpistas y puede constatarse en otras partes del mundo. En nuestro país no hemos alcanzado esos niveles tan inquietantes, pero hay signos de peligro que habrían de activar algunas alarmas.
No deberíamos minimizar aquí algunas tendencias, como las reprensiones constantes al gobierno para tacharlo de ilegítimo o la falta de reconocimiento de representantes parlamentarios designados en elección popular. Obviamente, no deben confundirse las reprobaciones a actuaciones concretas de un gobierno (que pueden ser muy duras) con la impugnación de los principios básicos del sistema democrático. Además, todavía somos un país con sectores sociales que justifican la dictadura franquista, una circunstancia que evidencia las dificultades para implantar una gestión eficaz sobre memoria democrática.
Es cierto que no hemos llegado a las situaciones de riesgo de otros países, pero es igualmente cierto que esas circunstancias pueden variar. Y por eso resulta primordial disponer de una base democrática sólida en todos los espacios políticos, de derechas, de centro o de izquierdas. Así debe funcionar el pluralismo democrático.
Por aportar un elemento de comparación, he podido seguir de cerca las pasadas elecciones generales en Dinamarca y la formación del nuevo gobierno. Nada que ver con la realidad española. Durante la campaña electoral, no hubo declaraciones altisonantes, ni insultos personalizados, ni negaciones de la legitimidad de otros partidos, ni peticiones de prohibición de otras fuerzas políticas. Al contrario, los candidatos se centraron en exponer sus propuestas a la sociedad danesa de forma constructiva. Todos los dirigentes políticos fueron entrevistados individualmente por la televisión pública. Además, se celebró un debate en la misma cadena entre los líderes de las catorce fuerzas políticas que concurrían a los comicios, con argumentos y sin descalificaciones. Lo repito: un debate en horario de máxima audiencia entre catorce candidatos y candidatas, con un espectro ideológico similar al español.
Tras las elecciones, se ha configurado un gobierno de gran coalición entre socialdemócratas, moderados y liberales. Hasta ahora existía un gobierno socialdemócrata, con el respaldo parlamentario de partidos de izquierdas. Nadie ha cuestionado jamás en Dinamarca, ni antes ni ahora, la plena legitimidad de sus gobiernos, sin perjuicio de los reproches argumentados que han recibido por su gestión. Todo ello nos muestra las líneas formales de actuación de una democracia avanzada.
Precisamente los indicadores internacionales evalúan en profundidad los niveles de democracia deliberativa, entre ellos la calidad del debate público. En ese indicador España está bastante por debajo de Dinamarca y otros países. De hecho, ahí nos encontramos en cotas muy inferiores a otros registros nuestros más positivos sobre funcionamiento democrático. Esforzarnos en mejorar nuestra calidad institucional implica responder a la pregunta del título de este artículo: los demócratas no pueden deslegitimar el sistema democrático. Al contrario, el respeto de todas las partes a las reglas del juego es un elemento común a las democracias más avanzadas. Más vale que no lo olvidemos, si no queremos regresar al pasado.