Hay libros que tienen la capacidad de emocionarte y conmoverte hasta la lágrima. Son libros que, una vez empezados, no puedes soltar hasta la última página porque sus lomos guardan un hechizo, la fascinación de la buena literatura, la honesta, la que es tierna y bruta al mismo tiempo, la que te ofrece la posibilidad de asomarte a una realidad que no es la tuya y sentir que habla de ti, que te interpela. La mala costumbre (Seix Barral, 2023) de Alana S. Portero es uno de esos libros. Lo leí el domingo pasado, en apenas tres horas, apoltronada en el sillón, sin poder mover las piernas. Cuando lo cerré tras leer la última línea, casi no podía moverme. Llevo años leyendo a Portero: sus artículos en El Salto, en elDiario.es y ahora en Público. Siempre me gustó su voz, una voz propia, muy política y sincera, hermosa, y atravesada por la clase, que es algo que siempre he echado de menos en la mayoría de los columnistas de este país. La clase es algo de lo que se habla poco o mal, como si no existiera, como si fuera algo superado, como si todos fuésemos modernos que vivimos en el centro de Madrid, con padres de profesiones liberales, vengamos de donde vengamos, San Blas, El Carmel, Los Pajaritos o Alcalá del Río.
Antes de saber que Alana S. Portero iba a publicar una novela, había leído y guardado en mi carpeta de piezas imprescindibles —una carpeta física donde voy metiendo textos a los que quiero volver— dos artículos que tienen mucho que ver con La mala costumbre: “Alzar la voz: en defensa de las mujeres trans”, publicado en Vogue (agosto, 2021) y “Cuidados. Mi experiencia como mujer trans en la institucionalización del amor familiar” incluido en (H)Amor 6 Trans (Contintametienes, 2021). En ellos está contenido parte del imaginario y el aliento narrativo de Portero, como si no fuera más que cuestión de tiempo que alcanzara toda su potencia en una gran novela. Cuando la escritora hablaba en Vogue de una niña trans que añadía clavos a su armario para poder sobrevivir en un mundo que la obligaba a esconderse y a temer, ya nos estaba dando pistas sobre la protagonista de La mala costumbre. Cuando ponía en valor en (H)Amor 6 Trans la necesidad de contar con una tribu de vecinas que le preparasen el cafelito y le «echasen un ojo» a sus padres para que ella pudiera dormir un rato, siento que ya me estaba hablando de los últimos días de Margarita, uno de los personajes de La mala costumbre que ofrece cierta redención a la protagonista. Con esto quiero decir que los temas de Alana S. Portero —los cuidados, la complejidad de los afectos en la sociedad capitalista, los cuerpos, el trabajo, la familia, la clase obrera, el tiempo, el amor, la búsqueda de identidad, la imaginación como espacio de resistencia, el deseo— ya estaban ahí, presentes en cada texto, en cada artículo, como miguitas de pan en un sendero.
Hay en esta novela momentos tan memorables como cuando la protagonista acude con su madre y sus tías a Las chicas, una tienda de ropa del barrio, y disfruta viendo el ritual de vestirse y desvestirse ante el espejo imaginando la posibilidad de mostrarse al mundo tal y como ella es. O cuando acude con Jay, su primer amor, a un bar de Chueca donde Antonio, el dueño, le habla de todos aquellos de su propia tribu que ya no están porque la pobreza, la heroína y el sida, la vida en la España de los ochenta, al fin y al cabo, se los había llevado por delante. O cuando acompaña a Eugenia a su casa, de madrugada, y describe una estampa de Madrid que podría estar entre los mejores retratos que se le han hecho a la ciudad: «Madrid a última hora de la madrugada, justo antes del amanecer, era una ciudad hermosa. Sucia y retorcida, sin la vocación de amplitud de Berlín o de Barcelona, sin tanto amor en el aire, pero hermosa a su manera. La luz de las farolas, chocando con el gris constante de calzadas, aceras y muros, hacía que las cosas pareciesen fugazmente doradas. Era la ciudad en la que la fealdad encontraba su forma de seducir. Calles estrechas sin aparente gracia contenían pequeños tesoros de otros tiempos que sobrevivían nadie sabía cómo, tiendas de botones, droguerías que guardaban sus productos aún en cajoncitos de madera, placas conmemorativas en honor de personajes ya olvidados, pequeñas iglesias lóbregas con tallas religiosas que atraían devociones inesperadas, cines en los que se proyectaba porno junto a chocolaterías frecuentadas por viudas alegres, Madrid era extraña y necesitaba recorrerse con minuciosidad para desentrañar sus secretos (…) sus tejados negros repletos de mitología a los que nunca se miraba, porque Madrid estaba construida hacia abajo, pensada para mantener siempre los pies en el suelo».
Tiene Alana S. Portero una grandísima sensibilidad, una mirada capaz de colocar los márgenes en el centro, una capacidad poética infinita que regala momentos de verdadero éxtasis literario. Y hay también silencios, muchos silencios en esta novela, una gran elipsis de trece años engullida por la dureza de la vida, imagino, por la imposibilidad de narrar lo que quizá no se pueda narrar del todo. El vacío, la soledad, la pérdida.
No sé cómo decirlo, pero, aunque la protagonista de esta novela sea una mujer trans —la novela abarca desde los seis años hasta mediada la treintena—, aunque la cuestión de la identidad importa y está en el centro de la historia —ojalá los demás pudieran verla como ella es, sin prejuicios y sin miedo—, es una novela sobre cómo es crecer, hacerse mayor, en un mundo que no le permite ni soñar ni desear ni ser a su manera. Es una historia que habla de todos nosotros y por eso es tan universal. Y, al mismo tiempo, es importante que la protagonista sea una niña trans porque las niñas trans casi nunca han protagonizado las historias — pienso en Camila Sosa Villada o en Roberta Marrero— y por eso celebro con entusiasmo La mala costumbre de Alana S. Portero, quizá si la leen aquí y más allá de nuestras fronteras, algo cambie, se dé el embrujo que sentí yo, el fulgor eléctrico del reconocimiento.