Mi abuela lo llamaba “escarmiento”. Te advertía que ibas a coger un resfriado si ibas al instituto sin anorak, pero lo hacías. Y te resfriabas. A la semana siguiente volvías a salir de casa “a cuerpo gentil”, como ella decía. Y te espetaba: ¿Es que no escarmientas?
Cada vez se utiliza menos, pero escarmentar es un verbo delicioso, de difícil traducción. Se refiere al aprendizaje que se extrae de un error cuyas consecuencias hemos sufrido. Después de recibir una lluvia de pedradas de una cadena de galeotes a los que libera, Don Quijote asegura haber escarmentado. Sancho se muestra escéptico: “Así escarmentará vuestra merced como yo soy turco”, le dice. En pocas páginas ya andan metidos en otro lío.
El PP no escarmienta. Y por eso están solos, con la única compañía de Vox, que los encierra a cal y canto en esa soledad.
Los españoles han castigado en numerosas ocasiones sus políticas de acoso y derribo al gobierno de turno cuando estaban en la oposición. Se trata de una estrategia que les ha salido mal muchas veces y ahora les ha vuelto a fallar. En esta última legislatura han subido la apuesta, gracias a la sofisticación que permiten los bulos y a lo fácil que resulta destruir reputaciones en la economía de la atención. Al desacreditar al Gobierno por sus pactos, han denostado prácticamente a todo el arco parlamentario. Esa operación se ha reforzado con decisiones como la de bloquear durante cinco años el Consejo del Poder Judicial, que incide en la ilegitimidad atribuida al Gobierno. Qué distinta autoridad política tendría ahora el Partido Popular si lo hubiera renovado sin escudarse en excusas marrulleras.
Se habla mucho de que el PP podría exigir correspondencia si hubiera facilitado en 2019 la investidura de Pedro Sánchez, o la de Fernández Vara hace unas semanas en Extremadura. Pero sin llegar a tanto, su situación sería distinta si no hubieran ofendido a las víctimas del terrorismo, tolerando –cuando no practicando– el “que te vote Txapote” sin torcer el gesto. Cómo cambiarían sus perspectivas si no hubieran demonizado el sanchismo, si no hubieran acusado de traición al presidente del Gobierno, si hubieran aportado algo constructivo durante la pandemia, en lugar de intentar defenestrar al Gobierno legítimo.
Pero siguen presionando con el racarraca: Feijóo pide estos días al PSOE que le deje gobernar mientras Ayuso sigue hablando de traición. La insistencia de Feijóo demuestra que no ha entendido nada. Presionar no equivale a negociar. Presionar es propio de quien cree tener derecho a heredar. Y en democracia los gobiernos no se heredan.
Feijóo demostraría entender el laberinto en que se encuentra si estuviera haciendo otro discurso. Imaginemos algo así: “Voy a pedir el apoyo del Partido Socialista y, para ello, siendo consciente de la importancia que le ha dado el Gobierno actual a las políticas climáticas, estamos dispuestos a discutir nuevas medidas para profundizar en soluciones”. Después podría añadir: “En consonancia con lo expresado en las urnas, ofrezco al Partido Socialista reforzar las leyes sociales que mayor beneficio han reportado a los ciudadanos, particularmente las pensiones, la subida del salario mínimo y la reforma laboral”. Claro que, a continuación, tendría que romper sus pactos con Vox.
El PP sufre una incapacidad congénita para negociar. En el imaginario de la derecha española, hablar significa ceder, negociar equivale a ser derrotado y pactar es lo mismo que rendirse. No hay ninguna connotación positiva en el acuerdo, sólo debilidad y villanía contagiosas. Todo empezó con “no se negocia con terroristas”, un lema hipócrita, puesto que todos los gobiernos, incluidos los del PP, lo hicieron mientras ETA existía. Doce años después de su desaparición, el PP insiste en una traslación poco matizada: los representantes políticos de Bildu también son terroristas y, por tanto, tampoco se habla con ellos. Como el virus de la villanía es peor que la peste, los que hablan, pactan o negocian (es decir, se rinden) con Bildu quedan contaminados. Y quienes hablan con quienes hablan con Bildu, también se contagian. En la fantasía sin matices de la derecha, quien acuerda algo con independentistas atenta contra la Constitución tanto como ellos: contagiados también. El último paso lo ha explicado Cuca Gamarra: negociar con un prófugo de la justicia equivale a trasladar la capital de España a Waterloo. Según la teoría del contagio, Feijóo se convertiría en filoetarra, sanchista y traidor si aceptara los votos del PSOE. Aún así los pide: el absurdo.
En lugar de adoptar una posición abierta y conciliadora, presionan con argumentos ridículos. Pero ojo, que el tacticismo les puede fallar de nuevo. Cuando insisten en que Feijóo se presentará a la investidura tenga o no los apoyos, están presionando al jefe del Estado. El artículo 99 de la Constitución dispone que “el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”. No concede ninguna prioridad a la lista más votada, precisamente porque serlo no implica tener la mayoría. Plantear una investidura fallida para fortalecer el liderazgo de Feijóo o como plataforma de lanzamiento para una posible repetición electoral equivale a hacer un uso espurio de la propia investidura y de la figura del Rey. Si no escarmientan rápido se pueden encontrar con otro sonoro portazo en Palacio.