La pregunta por lo sagrado me empezó a interesar hace poquísimo. Es difícil explicar lo difícil que es acercarse a esa búsqueda si una se ha criado en una religión organizada, lo lejos que queda. En las comunidades ortodoxas —diría que no solo en las judías: en las cristianas, en las musulmanas, en todas debe pasar lo mismo—, la religión es como los buenos modales o la contabilidad, algo que una ve a la gente ejercer con tan poca autenticidad y entusiasmo que es imposible tomárselo en serio. Las formas más cotidianas de la vivencia religiosa huyen de lo sagrado: en lugar de abrazar el misterio, lo reducen. Incluso aplacan el misterio de la muerte, con su énfasis en la otra vida —que en el judaísmo es menor que en el cristianismo, pero así y todo está relativamente presente en las enseñanzas morales que se da a la niñez— y la tranquilidad de que nadie se va, nada se termina, no hay nada radicalmente diferente ni radicalmente negativo ni radicalmente innombrable.
Es a partir de eso último, lo innombrable, que eventualmente me empezó a interesar lo sagrado. Trabajo con palabras, pero trato de hacerlo cada vez menos, en algún sentido, o más bien, cada vez más me interesa más trabajar en el hueco entre la máxima precisión a la que una aspira —contar la pasión como lo ha hecho Shakespeare, la naturaleza como lo ha hecho Emily Dickinson, la tristeza como lo ha hecho Chéjov— y la imposibilidad de contar esas cosas con palabras. Cada vez me interesa más la literatura que se queda ahí, que conoce sus límites y se deshace llegando a ese abismo en lugar de quedarse jugando juegos de mesa unos metros para adentro. Así me empecé a interesar por el teatro y su capacidad de hacer con los cuerpos cosas que no se pueden hacer con palabras. Me dispuse a encontrar las cosas sobre las que más me costaba escribir. Las imágenes más difíciles de describir semánticamente, las del arte abstracto o las del arte performático.
Hace unas semanas fui a Fueguia, la conocida casa de perfumes argentinos, a probar cosas, solo para entender de qué se trataba. Salí mareada y muda; no tengo palabras para hablar de perfumes, como no tengo palabras para hablar de un montón de angustias que me toman el pecho o de las miles de cosas que pasan en el encuentro con otro cuerpo, con otras células, con moléculas infrecuentes o incluso los estados de ánimo más habituales. Tímidamente me dispuse a investigar, también, el misticismo judío. No tanto otros tipos de misticismo: seré anti new age, pero creo que parte de la gracia del asunto del misticismo es evitar la lógica del shopping y la elección y las cosas nuevas, y arreglarte más o menos con lo que te tocó en suerte.
La semana pasada escribí que se puso de moda el shabat, y en efecto sucedió, y ahora voy a tener que oficiar como tres viernes distintos. Una chica me preguntó, en el que oficié la semana pasada, si había gente que hacía esto todos lo viernes. Le dije que sí, y que no solo eso: que cada sábado en el templo se lee una porción de la torá y que una vez al año, cuando la torá se termina, se hace una fiesta, y la semana siguiente se vuelve a empezar de nuevo. Así como suena: se lee la misma saga, todos los años, en el mismo orden, hasta el final de los tiempos. Para mi sorpresa, no tuve que explicarle el valor de eso: le pareció genial. Por supuesto que los templos hoy viven en el mismo mundo que todos nosotros, y tienen que intentar ponerle novedad a las cosas para mantener atenta a la audiencia; pero su atractivo verdadero reside en lo contrario, en ese abrazarse a la repetición, sin tratar de que sea distinto cada vez, sin reinventar nada.
En shabat, de hecho, está prohibido crear: no se puede usar fuego, ante todo porque no se puede transformar una cosa en otra. Solo se puede gastar, en el sentido de Georges Bataille, en un sentido que ni siquiera es usar (hay muchísimas cosas útiles que en shabat no se pueden usar: justamente, está prohibido hacer cosas útiles). Pienso que el shabat para tener gracia hoy tiene que ser profundamente batailleano: no puede tratarse de un ocio creativo, ni de un ocio como medio para descansar, ni de aprender cosas nuevas, ni siquiera de algo que te haga bien. En ese sentido las religiones tienen una pista —la del sacrificio— que el new no tiene, pero el arte verdadero sí: no se trata del bienestar. No puede reducirse a eso. Se trata del gasto, la repetición sin provecho, el desperdicio absoluto.
Leí un artículo en Vox esta semana sobre la nueva película de La sirenita; al igual que todas las otras versiones de live action de Disney, da un poco de tristeza la sensación de que no hay ninguna esperanza de novedad. La nota no llega al fondo del asunto pero sí a una hipótesis prometedora: no molesta que la historia no sea nueva, si tampoco lo era en 1989 cuando salió una película basada en un relato de Hans Christian Andersen que a su vez había recogido infinitos mitos que daban vueltas para armar su historia. Nada es completamente nuevo, pero una cosa es alimentarse de las tradiciones para hacer obra y otra reciclar ideas (IPs, les dicen las empresas de contenidos) para hacer plata. Pienso que, en un mundo sin ritos, es lógico que haya un negocio de la repetición, que encima, como nunca satisface la pulsión del rito porque efectivamente es business y no ceremonia, puede perpetuarse al infinito. Las religiones, por otra parte, siguen con lo suyo, con sus promesas de trascendencia, las de siempre y las new age también.
Solo algunos artistas y pensadores, que probablemente serían tildados de solemnes si lo dijeran en voz alta, están pensando en ese movimiento batailleano que hoy necesitamos más que nunca, más de lo que lo necesitaba Bataille en su propia época, la repatriación naturalista de la trascendencia en la inmanencia, la reubicación de lo divino en los intersticios impensables del mundo que habitamos, como lo puso efectivamente en su libro sobre Nietzsche, y no se puede explicar mejor: “Dejar ir a Dios y a lo bueno, y sin embargo arder con el fuego de los que murieron por Dios y lo bueno”.