El Princesa de Asturias ha premiado con el galardón de la Concordia a una Unión Europea que impone rutas mortales a las personas que migran huyendo de la pobreza o de la guerra. Solo en 2016, según cifras oficiales, murieron 5.096 personas en las aguas del Mediterráneo, la mayor fosa común del mundo en la que en los últimos 15 años han perdido la vida más de 25.000 personas.
Quienes deberían tener derecho al asilo pagan incluso más de 6.000 euros para cruzar seis países y un mar por rutas cada vez más peligrosas, porque la Unión Europea cierra los caminos más seguros y externaliza fronteras para que la gente muera cada vez más lejos de nuestras conciencias.
La Unión y sus Estados miembros han firmado acuerdos con países como Libia, Marruecos, Turquía, Egipto, Eritrea, Afganistán y Sudán del Sur, para que, entre otras cosas, controlen y frenen el paso de migrantes o readmitan a sus nacionales.
Muchos refugiados disponen de dinero para pagarse un billete de avión a Europa pero no pueden, por el simple hecho de ser iraquíes, sirios o afganos, por ejemplo. Están condenados a sortear controles militares, a recorrer sendas peligrosas, a enfrentarse a mafias que trafican con sus cuerpos, a sufrir robos o violaciones, a desafiar el riesgo de ahogarse si vuelcan las precarias embarcaciones con las que cruzan el mar. Los Estados europeos son diseñadores intelectuales de estas tétricas yinkanas que imponen como únicas rutas posibles. Podrían salvar la vida de miles de personas. Pero no quieren.
El Princesa de Asturias premia a una Unión Europea que invierte cada vez más dinero en vallas, muros, concertinas e infraestructuras a las que llama “de seguridad”, desde las que se ha disparado a gente que no ha cometido delito alguno. Ahí tenemos el ejemplo del Tarajal: 15 muertos, ningún condenado.
La Unión Europea expulsa de su propio territorio a personas que tendrían derecho a quedarse o permite que se las encierre en cárceles a las que llama eufemísticamente centros de internamiento para extranjeros, donde se han registrado maltratos y ausencia sistemática de la atención médica necesaria, lo que ha llevado a la muerte de personas como Samba Martine, muerta en el CIE de Aluche en 2011.
En territorio europeo hay gente encarcelada por el simple hecho de no tener papeles. En Dinamarca se confiscan las riquezas de las personas que piden derecho de asilo y se encarcela a las que mendigan. En países como España se ha llegado a agitar desde las instituciones el temor a los refugiados, afirmando que entre ellos se infiltran yihadistas.
La Unión Europea impulsa un sorteo de personas –“tú sí, tú no”– con el que acepta a tan solo un mínimo porcentaje de los refugiados, mientras fuera de ella solo diez de los países más pobres del mundo acogen a casi la mitad de los 65 millones de refugiados que hay en el planeta, un máximo histórico.
Y aunque Alemania ha asumido una acogida de más de un millón de refugiados, el porcentaje sigue siendo inferior comparado con lo que acogen países mucho más pobres fuera de Europa. La Unión Europa ni siquiera cumple con sus propios objetivos al estar lejos de reubicar y reasentar a las personas con las que se comprometió para septiembre de este año. España destaca por su insolidaridad, con solo 1.304 refugiados reubicados y reasentados de un total (también tristemente ínfimo) de 17.337.
Desde la Unión Europea se exportan armas a países en guerra de los que huyen los refugiados. Las personas refugiadas intentan venir a Europa mientras las armas europeas van a los países de los que los refugiados huyen y en los que se viola de forma sistemática los derechos humanos más básicos. A pesar de ello, las naciones europeas mantienen acuerdos preferenciales y alianzas con gobiernos dictatoriales, con monarquías absolutistas o con potencias ocupantes que violan de forma sistemática la ley internacional.
A la Unión Europea hoy premiada Naciones Unidas la ha acusado de violar derechos humanos y la ley internacional con el cierre de fronteras y las expulsiones colectivas. En ella están algunos de los mayores exportadores de armas –Francia o Alemania– y en ella hay naciones que apuestan por un crecimiento mayor de su gasto militar. En ella se registra un recorte de derechos y libertades, con leyes mordaza, decretos de estados de excepción y participación habitual en bombardeos a terceros países en nombre de la paz y la seguridad.
Desde la Unión Europea diversos Estados defienden la apuesta unilateral de la vía militar para conflictos que tienen su origen en la desigualdad económica, en la injusticia social, en el recorte de inversión en servicios públicos, en la precariedad. En esta nueva etapa de multipolaridad la Unión Europea coquetea con aumentar su independencia y hegemonía militar a base de más aventuras bélicas propias, como la intervención en Mali, donde Francia busca más participación de otras naciones europeas como España.
Las razones de la concesión del Premio Princesa de Asturias de la Concordia a la UE son frágiles y endebles. La segunda década de este siglo XXI será estudiada por los historiadores del futuro como una época de recorte de derechos y libertades, de crecimiento de la xenofobia y de carrera armamentística.
Por todo ello urge más que nunca una Europa comprometida con la lucha por la paz y los derechos humanos. Pero de momento presenciamos una Europa que acepta la desigualdad como algo natural e inevitable, condenando a los otros a la muerte o a la clandestinidad. Y con ello condenándose a sí misma.