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El uso falaz del esfuerzo fiscal

En una reciente entrevista, la actual ministra de trabajo, Yolanda Díaz, aludía a la diferencia de presión fiscal entre nuestro país y la media europea, así como al hecho de que equipararnos en este aspecto a nuestros vecinos nos exigiría un incremento de unos 80.000 millones de euros en la recaudación fiscal del conjunto de las Administraciones, lo que es tanto como decir la casi totalidad de los ingresos procedentes del más importante de nuestros tributos, el IRPF.

La afirmación, interprétese el hecho como se quiera y sea cual sea la explicación que se le dé, es absolutamente correcta. Si tomamos datos de 2018, España se encontraba en un 35,4% de presión fiscal, en tanto que la media de la Unión Europea había llegado al 40,3% y la de la Eurozona alcanzaba el 41,7%.

Lo que esto significa también resulta indiscutible. La presión fiscal no es otra cosa que una fracción que lleva en el numerador el conjunto de ingresos fiscales del Estado, comprendidos en ellos las cotizaciones sociales, y en el denominador el Producto Interior Bruto (PIB), por lo que viene a representar la porción de la totalidad de la producción social del país que se destina a ingresos públicos de naturaleza tributaria. Una información que sin duda nos ofrece pistas relevantes sobre el tamaño del sector público en la economía, acerca de la robustez de los servicios que tal sector presta a la población y sobre el grado de desarrollo social alcanzado.

Pronto se ha respondido a la ministra, sin embargo, desde determinados medios de comunicación recurriendo a un argumento de aparente solvencia técnica que en los últimos años viene siendo repetido una y otra vez por grupos políticos, empresariales y mediáticos tradicionalmente partidarios de una reducción generalizada de impuestos. O, para ser más exactos, de un recorte drástico de impuestos directos, con preferencia a las rentas y patrimonios más elevados.

Se dice que la presión fiscal no es un dato que muestre de manera muy fidedigna el sacrificio fiscal medio que soporta la ciudadanía de nuestro país, y se invoca un índice de esfuerzo fiscal, también conocido como índice de Frank por referencia al apellido del economista que lo ideó en 1959, de cuya aplicación resulta, al contrario de lo que sucede con la presión fiscal, que España se halla diez puntos por encima de la media de los países de la OCDE, en línea con países como Noruega, Francia o Finlandia, si no superándolos.

Henry J. Frank razonó que un mismo porcentaje de contribución en impuestos entraña menor esfuerzo para una renta más alta que para otra más modesta y formuló un nuevo índice, precisamente para introducir el factor del nivel de ingresos del contribuyente, en el que dividía la presión fiscal por la renta per cápita. La razón por la que esta fracción supone una medición fiable del esfuerzo fiscal medio en un país entero jamás se ha explicado de manera convincente, pero sí queda claro el motivo por el que se antoja un índice preferible para quienes reclaman una reducción de impuestos: el índice les dice lo que quieren escuchar.

Sin embargo, y a pesar del tono doctoral de que se suelen revestir los artículos que lo invocan, el índice de Frank anda bastante desprestigiado en la literatura especializada desde hace muchos años. Ya en 1964, en un estudio comparativo de países latinoamericanos y europeos, el profesor Richard Bird sustituyó la noción de renta per cápita por la más elaborada de renta disponible. Y un año después, en un artículo crítico publicado en National Tax Journal, Henry Aaron terminó por negar al índice de Frank toda utilidad para la comparación de sistemas tributarios.

Una fórmula más aceptada es la propuesta en los años 80 en su estudio sobre federalismo fiscal por Joseph Pechman, en la que se pone en relación la recaudación efectiva con la capacidad fiscal, concepto éste que requiere un estudio individualizado de cada país o región para determinar las manifestaciones de capacidad económica susceptibles de ser gravadas.

Son muchos los inconvenientes del índice de Frank. Al introducir el factor de la población ocurre que variaciones de ésta producen por sí solas modificaciones del resultado final. Ignora la distribución de la renta y el reparto de la carga fiscal en cada país, a pesar de que su fundamento es cabalmente el distinto esfuerzo que la carga impositiva supone para rentas diferentes. Sin que olvidemos que al comparar niveles de renta entre países se ha de considerar también el coste de la vida en cada uno de ellos. Resulta muy llamativo, por lo demás, que quienes se basan en esta noción de esfuerzo fiscal para reclamar reducciones de impuestos aleguen por un lado que cuanto mayor es la renta menor es el sacrificio fiscal y abominen, por otro, precisamente de los tributos más progresivos.

Pero su mayor defecto es el que convierte su resultado en tan previsible como estéril. La presión fiscal es la relación entre recaudación y PIB; la renta per cápita es la relación entre PIB y población. Si para medir el esfuerzo fiscal ponemos la primera en el numerador de una nueva fracción y la segunda en el denominador, el resultado será siempre que a menor renta mayor esfuerzo y a la inversa. Es más, si convertimos la fracción hallaremos otra en la que el producto de recaudación por la población estará partido por el PIB al cuadrado, por lo que incrementos de la producción ocasionarán reducciones mayores del esfuerzo fiscal. Así, en Europa, serán España, Grecia y Portugal los países de mayor esfuerzo fiscal y, en España, Extremadura. Y estaremos sugiriendo siempre que a mayor pobreza de un país menores han de ser sus ingresos fiscales y más reducido su sector público, lo que en el fondo es más bien una garantía de subdesarrollo perpetuo.

Podría aducirse que también el concepto de presión fiscal tiene sus carencias. Nada nos informa tampoco sobre la distribución de la carga fiscal. Ni siquiera nos indica con seguridad una presión baja que lo sean en general nuestros tipos impositivos. La menguada recaudación podría deberse a un elevado volumen de fraude fiscal, al menos en parte, o incluso hallar su causa en razones extra fiscales. Si los rendimientos del trabajo aportan cerca del 80% de la cuota líquida del IRPF y, a pesar de ello, ofrecen un porcentaje menor de ingresos que en los países de nuestro entorno, tal vez el problema sean la precariedad laboral y los bajos salarios, que además lastrarán las cotizaciones sociales. Tampoco nos dice la presión fiscal cuál es la relación entre la contribución media y los servicios públicos que la ciudadanía recibe a cambio, la que se ha llamado presión fiscal neta, que afecta de modo muy intenso a nuestra percepción subjetiva de esfuerzo.

Todo esto es cierto. Pero, a diferencia del índice de esfuerzo fiscal, el porcentaje de presión ofrece una realidad inequívoca: la raquítica contribución al sostenimiento de servicios y bienes públicos de nuestra economía, uno de los más evidentes indicadores de nuestro endémico subdesarrollo social, que por cierto de modo tan trágico nos ha mostrado la crisis del coronavirus. Determinar las causas y hallar las vías de superación requiere un esfuerzo de debate colectivo que va mucho más lejos, pero siempre que la realidad sea reconocida.

Si tres amigos caen a un pozo, será razonable que discutan por qué cayeron y busquen la manera de salir. Lo que sería estúpido es negar que estén dentro de un pozo.