Los primeros serán los últimos
Hace un día espectacular. Sonia está tomándose una horchata en el bar de enfrente del colegio mientras hace tiempo antes de recoger a Manuel. Ojalá sea la última horchata de la pandemia, piensa. Imagina cómo la próxima primavera habremos superado del todo los hábitos de vida en los que las restricciones sanitarias nos sumieron hace ya 18 meses. O no. Porque, de momento, es un hecho que esas nuevas medidas COVID no han modificado las instrucciones de los colegios con la salvedad de una excepción en el uso de las mascarillas para las actividades deportivas al aire libre. En los recreos deberán seguir llevándola los mayores de seis años. (¿Para qué están entonces separados por grupos?) Y en clase, por supuesto. Mientras que, por cierto, profesorado y personal no docente sí podrán desembarazarse de ella siempre que no haya alumnos. Pero no hablemos de ensañamiento, sería demasiado presuntuoso e injusto por mí parte. Madre exagerada. ¿Serán los colegios, primeros espacios a los que se les impuso restricciones por la pandemia, los últimos en volver a una decente normalidad?
Por ejemplo, en la clase de Sonia y Manuel, la pelea de principio de curso ha sido tratar de que vuelvan a implantar la siesta para el curso de primero de infantil. Por “las medidas COVID-19” quitaron las colchonetas por ser, en teoría, posibles focos de contagio. A día de hoy sabemos que las superficies son escasamente transmisoras. Aun así, les está costando volver a la antigua costumbre tan necesaria para tantas criaturas. Otra familia de su clase, Carlos y Mara, han llegado tarde esta mañana al cole. Ella está dejando el pañal a instancias del cole (lo de forzar los ritmos fisiológicos de las criaturas para adecuarse a las carencias estructurales del sistema daría para otro artículo) y es el primer día que va sin pañal al colegio. Por el camino ha habido una fuga y Carlos ha tenido que pararse a cambiarla de ropa. Resultado: las puertas del cole estaban cerradas al llegar. Carlos ha tratado de acompañar a su hija de tres años al aula. Quería explicarle a la tutora la situación. “Negativo”. Carlos se va pensando que el colegio está más blindado que una central nuclear. Se ríe por no llorar. La pelea de Rosa, sin embargo, ha sido poder entrar a conocer el colegio. La práctica totalidad de las familias que comenzaron el curso 20-21 y 21-22 no conocen aún los espacios educativos. Nunca han traspasado la verja. Rosa está siendo peleona. El aula, el baño y el comedor. No pide más. Al menos poder tener ese contacto con el que será el escenario educativo de su hijo durante los próximos años. De momento: “Denegado”. Marian, por su parte, le ha explicado a la tutora que no tiene buena wifi en casa. Que si hay que hacer las tutorías online lo tiene que hacer desde el móvil, que se le cae el Jitsi, se congela la imagen, la voz se corta y a veces se pierde lo importante. Además, su lengua materna no es el castellano y esta capa supone un añadido para la incomunicación. Ha propuesto la posibilidad de hacer las tutorías en el patio, o en el comedor, con las distancias necesarias. “No es posible”.
Sonia, Carlos, Rosa, Marian. Todas entienden y valoran la dificultad y el esfuerzo de haber gestionado un colegio en plena pandemia. El logro de haber contenido los brotes y la realidad de que el miedo aún siga en el tuétano de la educación. Pero es hora de mover esas piedras que separan familias de colegios. Sonia piensa que esta misma noche podría bailar hasta el sudor y la náusea con sus amigas en cualquier garito, pero no podrá entrar al patio a darle en mano un bocadillo olvidado a su hijo. Nos dicen que somos parte activa de la comunidad educativa. ¿Pero qué comunidad?, piensa Sonia apurando la horchata con un poso de indignación. Suena la sirena del colegio, que desde este ángulo de la calle le parece de pronto un barco. Dentro, como si los supervivientes de una tempestad siguieran refugiados en la bodega sin saber que la mar está volviendo a la calma, así las criaturas escolarizadas siguen sin noticias de Gurb. O de la Consejería. O de la Comunidad en la que viven Sonia y Manuel. Llámala Mordor, llámala Madrid.
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