Lo más grave de lo sucedido con Montón ha sido para mí darme cuenta, en el momento de su dimisión, de que no tiene ninguna consciencia de la gravedad de los hechos que la han sacado de un Gobierno que no puede permitirse ni la más mínima falta de decencia por ética y por la decencia prometida, pero también por cálculo electoral. En las aguas en las que el PSOE deberá pescar en las elecciones, sólo el anzuelo de la limpieza y del compromiso con la integridad conseguirá aumentar el volumen de piezas. Esa limpieza, esa honestidad, esa honradez en las acciones que se debe exigir a todo servidor público se llama probidad. No queremos gobernantes cuya única altura sea la de no ser delincuentes. Hay algo más que exigir.
Es duro comprobar que jóvenes políticos, procedentes de las nuevas generaciones, no han logrado aprehender ni aprender en su paso por la Universidad qué sea la probidad intelectual. No hay saber más importante ni más decisivo para la formación del estudiante y futuro trabajador intelectual que la comprensión de este concepto. La probidad académica, la probidad intelectual, es aquel conjunto de principios y valores que forman en la integridad y honradez a la persona en el proceso de enseñanza y aprendizaje y en su posterior desempeño. El plagio es el peor pecado contra esta integridad, el peor. Robar ideas es más ignominioso que hurtar dos cremas en un supermercado y quienes no hayan aprendido eso en su paso por las aulas son unos ignaros de la decencia intelectual. En la vida académica se aprende que estudiar, compartir conocimientos, citar y basar las propias ideas en las expresadas por otros es una riqueza del intelecto mientras que arrebatarles su propiedad intelectual para provecho propio es una de las peores formas de latrocinio.
La exministra Montón no ha tenido ni ha mostrado el más mínimo signo de sentirse reo de un oprobio que comparte con bastante probabilidad con otras personas públicas que no han mostrado el menor remordimiento en su saqueo de la credibilidad universitaria. Eso es muy duro. No hace ninguna falta acumular títulos vacíos para poder acceder a cargos políticos en una democracia. Ninguna. Hace falta querer servir e incluso saber hacer política, pero el saber no llega con los títulos de oferta. Todo lo que predico de Montón sirve para Casado y para Cifuentes y para todos aquellos que han hecho lo mismo y cuyos nombres aún no sabemos.
Tampoco alcanzo a entender cómo cuando recibió la llamada para formar parte del Gobierno no tuvo la prevención de explicar que también tenía un máster como el de Cifuentes, del mismo Instituto, con los mismos responsables y realizado con las mismas prebendas. Ni cómo pudo insistir en que, igualito que Casado, no hizo nada malo que sólo hizo lo que dijeron. “Hice lo que me dijeron”. No se me ocurre peor expresión en boca de un político o de un gestor de la cosa pública. Hice lo que me dijeron... ¿Sin comprobar nada, sin asegurarse de que era tratada como los demás y de que no había privilegios? Nadie que se maneje en la vida pública puede tener unas tragaderas tan anchas como esas. Hasta el menos avispado debe darse cuenta de que habrá muchos deseando hacerle favores y que no será por su cara bonita. La mínima diligencia impide aceptar lo que es inaceptable y cualquier cosa que se produzca con trato de favor debería ser rechazada. Eso implica no hacer nada en otras condiciones que el resto de ciudadanos y, por supuesto, no aceptar bienes ni servicios por debajo del coste del mercado aunque ese coste sea intelectual.
No sé si son conscientes tampoco del enorme daño que han hecho a multitud de personas que sí han invertido su tiempo, su esfuerzo y su dinero -hasta el que no tenían- para lograr obtener unos conocimientos que les sirvieran en su vida laboral o profesional. Un título no es sino el certificado oficial del esfuerzo hecho y del nivel de conocimiento alcanzado y su valor reside en su credibilidad. ¿Quién va a conseguir que no se vean como papel mojado los certificados expedidos por la Rey Juan Carlos? Si la autonomía universitaria y la proliferación de centros de estudios superiores tiene como consecuencia estas ignominias, entonces no hemos conseguido popularizar y democratizar el acceso al saber sino destruir las posibilidades del humilde de mejorar su posición y ascender socialmente. Flaco favor que no puede pesar sobre las espaldas de un socialista.
Y dado que desde un punto de vista de la decencia, que ha sido adoptado por el Ejecutivo socialista como lema, no quedaba otro remedio que actuar así, lo cierto es que este esfuerzo de coherencia y de cumplimiento no tendrá tampoco malas consecuencias. Es cierto que el presidente ha tenido que dejar caer a una persona que le ha sido fiel desde el principio, y la fidelidad como virtud tampoco abunda, pero también es cierto que la posición política en la que queda el jefe de la oposición, enfangado en los mismos lodos y con la acechanza de un procedimiento penal, es más que una herida abierta en su relato. Aquellas esperanzas en que el Congreso no concedería el suplicatorio -“el PSOE no lo votará, tiene una ministra en el mismo caso”- se han estrellado contra la coherencia aunque ésta se escriba con dolor.
La mayoría de los ciudadanos exigimos probidad, personal e intelectual, y la amenaza del oprobio sobre aquel que ose no practicarla puede ser un acicate incluso más fuerte que una Justicia lenta y sobada. Los mecanismos de control deben ser revisados y, sobre todos ellos, los periodistas, algunos, seguiremos ejerciendo la función que nos fue conferida: la de controlar al poder, no la de lamerlo.