Tengo un problema con los taxis del primer mundo. Basta leer cualquiera de mis libros para notar una inquina exagerada, un ensañamiento. En especial los taxis de Barcelona, tal vez por aquella anécdota ocurrida hace unos años, en la noche en que empecé con los trabajos de parto y el taxista que me llevaba al hospital me dijo que tuviera cuidado, que no le fuera a manchar el coche. Por si fuera poco, los ginecólogos, que no fueron mucho mejores, me regresaron a casa porque aún no había dilatado lo suficiente, y después de llamar sin éxito a otro taxi durante una eternidad –por lo que me dijeron los sábados no suele haber demasiado servicio porque los borrachos también podrían mancharles el coche, aunque eso fue ya hace más de una década– me vi obligada a llamar a una ambulancia con todo lo aparatoso y efectista que es para una mujer que creía en el parto natural. También creo que mi odio a los taxis se debe a que por lo general no puedo pagarlos. Para alguien como yo, que ha sido una usuaria compulsiva en otros tiempos, en otras latitudes y a otros precios, supuso toda una gestión emocional aceptar que ya no podían formar parte de mi vida normal. Cuando los tomo aún sudo frío mirando el taxímetro en los semáforos.
Tengo un problema con los taxis, pero no con los del segundo y tercer mundo, porque allí son otra cosa. Me despiertan una hermandad, una solidaridad visceral, son como el espejo de nuestra cultura y de nuestros bolsillos. No son productos de lujo, como en Europa. Para empezar, estoy estos días en Lima, una ciudad con uno de los sistemas de transporte público más infernal del mundo, un espacio caótico en el que en la “hora punta” pueden soportarse retenciones de hasta dos horas, dependiendo de a dónde quieras llegar. En ese contexto, la idea del taxímetro –con esas retenciones los taxistas se harían millonarios o nadie tomaría taxis– es tan exótica como los taxis voladores, solo superado por esa entelequia conocida como los sindicatos de taxistas.
Allí hace dos décadas cualquiera podía ser taxista, circular y trabajar sin licencia. Si quieren ver algo bonito vean el documental Metal y melancolía, filmado en Lima en 1993. En una escena, un policía se acerca al taxi en el que está la documentalista y le pide sus papeles. Cuando el policía pregunta de qué trata la película, ésta le contesta que sobre los taxistas en Lima. El policía comenta entonces: “ah, yo también soy taxista, de repente me pueden filmar a mí”. Hasta mi papá en alguna época tuvo un cartelito de taxi que colgaba para ganarse unos extras. Antes de que llegaran las App la gente solo se acercaba, preguntaba ¿cuánto me cobra de tal sitio a otro?, el taxista hacía una estimación y tras una negociación siempre a la baja, el cliente decidía subirse. Ahora aún es habitual entre los que no usan las App, que son la mayoría. Los taxistas son por lo general gente de clase media empobrecida o directamente de pocos recursos. Hay taxis aún que se caen a pedazos de viejos. Desde que llegó la panda de Uber, pareciera que todo ha cambiado, sí, pero no para la mayoría de taxistas, tal vez solo en que su pauperización se ha acelerado.
Me explico: Allí sufren a la par los taxistas de toda la vida y los taxistas que trabajan para Uber o Beat, porque básicamente son las mismas personas. Es tan libre y salvaje el mercado y tan poco regulado el servicio de taxis que los conductores pueden trabajar para una empresa tradicional, para una con aplicación y para sí mismos a la vez. He estado usando las aplicaciones estos días, pude disfrutar no solo de vehículos que llegan en menos de dos minutos a tu puerta, también de una semana en que se ofertó un “a mitad de precio”: llegué a pagar por recorridos de veinte minutos sorprendentes 3.5 soles, es decir un euro, que no llega ni para la gasolina. Un caramelito sabroso para quien no esté familiarizado con algo llamado derechos de los trabajadores.
Tengo un problema con los taxis porque el otro día se me acabó la batería del móvil, oh desgracia para un usuario de Uber, y tomé un taxi normal en la calle, es decir un coche de 1999. El señor era uno de esos raros especímenes que no se ha unido todavía a la moda de las App, aunque tampoco lo descarta del todo. Me contó que lleva 25 años de taxista, así que no necesita gps, porque él es un gps, se conoce todas las calles de Lima. Para llegar a cubrir un sueldo mínimo trabaja de lunes a domingo, de 7 de la mañana a 10 de la noche. Cena con su mujer, ve televisión y se duerme, y al día siguiente todo igual. “Solo quiero dormir”, me dijo. Sin duda, lo mejor de los taxistas en Perú es que te hablan de su vida y ponen radio romántica, pero entiendo que eso no a todo el mundo le gusta.
De vuelta a las ventajas y desventajas de Uber y compañía, a parte de la libre competencia y la necesidad de modernizar un servicio anquilosado y a veces patético, está el argumento a favor de la seguridad en la convulsa urbe de América Latina. El consejo más ofrecido por una madre (bueno, de la mía), aparte de “que se ponga condón” es: “no tomes nunca taxis en la calle”, pues se suele decir que los robos, secuestros y violaciones pueden ocurrir en taxis que tomas alegremente por ahí. Pero lo cierto es que hay evidencias de que pueden cometerse también en la era de las aplicaciones. Ahí está el caso de la chica violada y asesinada en México por un chófer de Cabify, que forzó a la compañía a anunciar la creación de un botón del pánico. O algo que es vox populi y que yo misma he comprobado: muy a menudo el taxista que conduce no es el taxista con licencia que aparece en la foto. La trampa de la modernidad y la picaresca de siempre coexistiendo. Hace rato que ahí lo público nos lo arrebataron. Ni qué decir de los derechos laborales. Y las reglas de convivencia nunca existieron.
En España, en cambio, aún hay resistencia, aunque se trate de señorones taxistas de Barcelona y sus coches relucientes defendiendo sus derechos y atacando la competencia desleal. El fantasma de futuros oligopolios, más crudos en su refinamiento tecnológico, sobrevuela el conflicto entre los trabajadores del taxi regulado y las empresas líquidas de transporte, que por ahora han llegado pisando fuerte, endulzando a los clientes con tarifas y caramelitos y botellines de agua, amenazando con llenar de coches contaminantes la ciudad, que ni siquiera son suyos, precarizando a los taxistas de toda la vida y creando burbuja. Dicen que pronto todos estaremos ahí como todo estamos en Facebook. Mientras, Uber sigue subiendo sus acciones en la Bolsa y algunos aprovechan para meter en la colada a Ada Colau –el terror de AirBnb y Uber, quien ha propuesto una salida medianamente reguladora– para ver si así logran al menos rasguñarla políticamente y de paso al municipalismo.
Tengo un problema con los taxis y con los grandes problemas de Europa. Cuando estoy en Perú de vacaciones, entre edificios descomunales de Movistar y Repsol, me dan ternurita y asquito.