Pablo Soto ha ganado el caso que lleva monopolizando su vida desde el 2008, año en el que le llegó una demanda que apenas podía trasladarse al peso por una sola persona hasta la mesa del despacho. La demanda, que sumaba miles de folios, entre su texto, sus adjuntos y sus 9 periciales, dio comienzo a un via crucis procesal del que, paradójicamente, se pueden sacar muchas malas conclusiones y solo una buena.
La buena, la obvia, es que se ha ganado. La mala es que en cualquier otra circunstancia, lo más probable es que se hubiera perdido por imposibilidad material de defensa. Aunque tengo claro que los fundamentos jurídicos eran insostenibles por bien esgrimidos que estuvieran por los abogados, que lo estaban, era tal la cantidad de prueba, de cebos, de estrategias de distracción y de toneladas de papel a los que había que dar respuesta, que tener la razón no era suficiente. Se necesitó dinero y convertir este asunto en nuestro trabajo, nuestro hobby, nuestro único tema de conversación y, en resumidas cuentas, nuestra obsesión. Hubo un tiempo, en el que tanto Pablo como yo, solo hablábamos, juntos y por separado, de este asunto. Lo hacíamos en nuestro tiempo de trabajo y en nuestro tiempo libre. El desgaste físico, económico y emocional al que Pablo ha sido sometido le ha pasado factura a su cuenta corriente y a su salud.
El sobreesfuerzo que ha sido necesario no es más que la constatación de la diferencia de clases trasladada a los juzgados. La falta de recursos materiales que pudieran competir en plano de igualdad con las demandantes exigen que el abogado actúe como el bufete que no es, se convierta en su propio secretario, su propio pasante y su propio detective, y que llegara a las vistas con la lengua fuera y con la apariencia de estar superado. Por su parte, las periciales de los contrarios, por mucho que sus errores fueran elementales para nosotros, requerían contratar un perito por cada una de ellas para que los hiciera notar. Afortunadamente, las empresas de Pablo pudieron permitirse en aquellos momentos una defensa digna. No pudimos nunca llegar al nivel de lujo material y de profesionales involucrados en el caso como los que tuvo la demandante, pero fue una defensa digna. Si yo no hubiera podido pedirle a Pablo una contrapericial para responder a lo que se decía en las de los contrarios, es muy probable que la historia hubiera sido otra. Hubo esfuerzo, por supuesto, pero si Pablo no hubiera tenido suficiente dinero para comprar todo ese esfuerzo, creo que habría perdido.
Las diferencias en el nivel económico de demandante y demandado tuvieron su peso durante todo el proceso. Para empezar, la demanda venía firmada por el abogado especialista en propiedad intelectual más reconocido de España, Rodrigo Bércovitz, con el que el juez y yo mismo, que tenía que rebatirle, aprendemos de propiedad intelectual. Las diferencias de rango, que también existen en los juzgados, quedaban patentes comparando la firma de la demanda y la de su contestación. La primera tenía el nombre que aparece en las portadas de los libros que el juez compra para aprender del asunto que ahora enjuiciaba y el segundo el de un abogado cuyo momento álgido fue debatir en Canal Sur con María del Monte. No voy a ir de humilde ni a darme muchos latigazos: claro que en este asunto me esforcé mucho y, literalmente, llegué a vomitar entre vista y vista, pero Bércovitz es, simplemente, el mejor.
El toque de atención que me dejó claro que ellos jugaban en otra liga fue cuando el mismo día del juicio, EEUU aprovechó para meter presión a España diciendo que éramos el país más pirata, obviamente para crear un clima favorable a la estimación de la demanda contra Pablo. Los medios de comunicación, expertos en fingir que han picado ingenuamente un anzuelo, hicieron la relación que se demandaba de ellos y en la misma noticia en la que hablaban de la queja de EEUU hablaban también de que, precisamente, y fíjense qué casualidad, ese mismo día se juzgaba en España a un importante pirata.
Pablo no tenía nada de eso. Sus recursos no le daban para que el mismo día del juicio la prensa le dijera al juez, alto y claro, que el demandante es un tipo que solo merece desprecio. Los alegatos de la defensa empezaban y terminaban cuando procesalmente marcaba la ley. La de los demandantes continuaban en casa del juez repitiéndose en bucle desde los medios de comunicación, los mismos que ahora que todo ha terminado se hacen los despistados.
Nos hemos encontrado entre las toneladas de folios con un escrito presentado por la demandante, entiendo que por error, donde tras cada pregunta a sus peritos aparecían entre paréntesis las respuestas que debían dar. Nos hemos asustado al ver que el juez que iba a resolver el recurso impartía clases en un master coordinado por el abogado contrario y en el que alguna de las cuatro discográficas demandantes era empresa colaboradora. Hemos visto cómo periódicos como El País aprovecharon la condena a The Pirate Bay para decir justo el día que empezaba el juicio a Pablo que su caso era el The Pirate Bay español.
Con todo esto en contra, no nos engañemos, hemos ganado porque se ha unido la extravagante petición de que se aplique una doctrina jurisprudencial estadounidense sin presencia en nuestro país, porque hemos dejado otros trabajos para dedicarnos casi en exclusiva a éste y porque Pablo Soto tuvo recursos económicos suficientes para defenderse. Si cualquiera de las anteriores hubiera fallado, creo que habríamos perdido.
La moraleja que saco de este caso después de tantos años es que los gigantes no tienen los pies de barro y que con armas como las suyas, ganan salvo milagro. El de Pablo ha sido uno. Celebrémoslo. Pero celebrémoslo como la rara excepción a la regla que es, y no como la constatación de que ni tenían ni tienen nada que hacer contra nosotros. Si pensamos así, estaremos equivocados y quizás, cuando nos demos cuenta, será demasiado tarde.
He visto a un tren pasar como una flecha a un centímetro de un joven informático que ahora es mi amigo. Mientras nos reponemos del susto, estoy contento de que lo haya podido esquivar a tiempo. Pero, después de haber visto de cerca su tamaño, de haberlo visto marcharse a toda velocidad sin condena ni reproche jurídico alguno por su temeridad, no puedo evitar pensar que al próximo al que se encuentre por el camino, lo aplasta.