Lo público no es de todos
Imagínense una comunidad de vecinos cualquiera. Un día, una empresa de telefonía contacta con su presidente y le ofrece colocar una antena en la azotea del bloque de la comunidad. El presidente, que fue elegido por la mayoría de los vecinos, accede al ofrecimiento sin someterlo a ninguna votación y, ante cualquier queja vecinal, se remite a las elecciones, argumentando que, para las próximas, se vote a otro, si se quiere. Pero la antena allí seguirá, en virtud del contrato que se haya firmado con la empresa.
¿Podría pasar esto en la vida real? No, porque la Ley de Propiedad Horizontal, que rige todo lo relativo a las comunidades de propietarios, establece que las decisiones más importantes que afecten a la comunidad deben someterse a votación, no bastando el poder que se confiere a su presidente para que las adopte por su cuenta.
Cuando hablamos de “lo público”, tenemos la falsa sensación de que es algo de todos. La sanidad, la educación, los transportes metropolitanos..., los sentimos como nuestros pues, entre otras cosas, se sostienen con cargo de los presupuestos públicos, que resultan, en gran medida, de los impuestos que pagamos. Sin embargo, puede pasar que un servicio publico sea privatizado por decisión de unos determinados cargos electos, en virtud de su posición de representantes políticos, sin necesidad de recabar aprobación ciudadana alguna. “Vote usted a otro la próxima vez”, pero el daño ya está hecho. Tomemos como ejemplo el caso de Telefónica, empresa pública privatizada entre los años 1995 y 1999. Si telefónica hubiera sido de todos, ¿cómo fue posible que se malvendiera -incluyendo toda la red de infraestructuras- sin que la gente pudiera o tuviera nada que decir?
“Lo público” no es de todos, principalmente porque, como sucede con “lo privado”, su propiedad y su gestión son centralizadas, dependen de por completo, en este caso, de la Administración y están sujetas, por tanto, a la voluntad decisoria de las personas que la gestionan o, en última instancia, a las personas que elaboran las leyes que regulan esa gestión. Se confunde, entonces, la titularidad pública con “lo común” que, históricamente, era un régimen de propiedad y de gestión distribuida, que se daba principalmente sobre los bienes y los recursos naturales que compartía una comunidad. Este régimen de enajenación y explotación impedía que ninguna persona, por sí sola, tuviera ningún control exclusivo sobre el uso y disposición de un bien o recurso común.
Cuando, hoy en día, se debate sobre la necesidad de que determinados sectores estratégicos se mantengan bajo dominio público o se renacionalicen, volvemos a caer en la misma confusión. Dotarnos de una banca pública, incluso si está sujeta a una fuerte regulación, no impide que un nuevo juego de mayorías parlamentarias vuelva a pervertirla. Lo mismo sucede con la sanidad o la educación, que viven en permanente riesgo de privatización, y cuya defensa se convierte en un ejercicio continuo de lucha social y judicial, precisamente, porque su titularidad se restringe a la Administración y su gestión depende y se concentra en manos de los representantes políticos del momento.
Cualquier decisión que afecte a los derechos fundamentales que tenemos, como seres humanos, debería poder ser refrendada por todas las personas, en votación directa, como si de una comunidad de vecinos se tratase. La representación política no puede otorgar un cheque en blanco para que los cargos electos decidan unilateralmente sobre cuestiones que afectan enormemente a nuestra vida. Cambiar el voto en las siguientes elecciones no garantiza que decisiones fatales se puedan deshacer o que las suframos durante largos años.
Por todo esto, hay que empezar a diferenciar, tanto en el plano lingüístico como en el jurídico, qué es un bien o servicio de dominio común y cuál uno de titularidad pública. Y en este tiempo, en el que parece que es posible redefinir las instituciones, en el que hay nuevos partidos, con vocación rupturista y renovadora, éstos deberían abanderar en sus programas la vuelta lo común, la defensa de lo común, sobre todo, y a pesar de una hipotética victoria, para que en unos cuántos años no nos vuelvan a birlar o a esquilmar lo que, en realidad, es de todos.