Esta semana, hemos conocido la intención del Gobierno de incluir en el Código Penal la apología del franquismo y, ante ello, algunos y algunas hemos mostrado nuestra preocupación. No porque no queramos acabar con la cultura franquista de nuestro país, sino, justamente, porque queremos hacerlo. El peligro de la irrupción de la ultraderecha en nuestro escenario político no es solamente polarizar y radicalizar a la derecha, cosa que es evidente que se ha producido; el verdadero peligro es derechizar al conjunto de la sociedad. Y esa es la gran amenaza que un Gobierno progresista tiene que enfrentar en los próximos años: su tarea es construir un sentido común vacunado contra el racismo, el punitivismo, el machismo o la censura de la ultraderecha.
¿Cómo hacer que cuando los y las españolas vuelvan a decidir qué proyecto de país quieren –sea en dos años, en cuatro o en ocho– seamos una sociedad que valora sus derechos políticos y defiende sus libertades de opinión frente a quienes quieren recortarlas? ¿Cómo hacer que seamos un pueblo que rechaza la cadena perpetua en vez de una sociedad que se ha acostumbrado a las respuestas punitivas y las ha normalizado? Y, la pregunta que siempre vuelve: ¿acaso podremos construir un antídoto contra Vox usando algunas de sus herramientas? Engordar el Código Penal con delitos de opinión es una peligrosa senda iniciada por Aznar, una senda que ha desembocado en la ley Mordaza y en penas de cárcel para raperos y tuiteros y que este Gobierno no debe proseguir, sino desandar. Copiar las recetas de la ultraderecha implica ampliar su campo de batalla y allanar el camino en su conquista del sentido común. No se me ocurre una mayor victoria de Vox que la que consiste en usar sus propuestas hasta cuando tratamos de derrotarles.
Puede que haya quien piense que estas críticas pecan de ingenuidad y buenismo y que quienes defendemos las libertades de expresión estamos casados con bellos principios abstractos, pero dejamos de lado el pragmatismo. Nada más lejos de la realidad. Los principios democráticos siempre fueron la ley del más débil. Los ricos y los poderosos ya tienen siempre, por ejemplo, altavoces para hacerse oír. Por eso, las libertades de expresión y la ampliación de los márgenes de nuestros debates públicos nunca son un lujo, un pasatiempo o una cosa de gente ociosa. Son compromisos con los que menos altavoces tienen y más expuestos están al poder de los que mandan y a sus discursos dominantes.
¿Quiere esto decir que no tenemos nada que hacer contra la cultura franquista? En absoluto. Porque, justamente, lo que nos dejamos por el camino cuando recurrimos a las recetas fáciles del Código Penal son todas las políticas de memoria más eficaces para transformar nuestro sentido común y fortalecer la democracia. Tienen más que ver con sacar a los muertos de nuestras cunetas y enseñar la Guerra Civil en nuestras escuelas que con ampliar delitos. El objetivo, como decía mi amigo Santiago Alba en un estupendo artículo reciente, no es habilitar a los jueces para castigar la apología del franquismo, sino construir una sociedad en la que no haga falta tipificar ese delito porque esté “penalizado social y culturalmente”.
Este debate es, en esencia, el mismo que estamos teniendo también en el feminismo. Algunas feministas hemos defendido mucho recientemente la necesidad de hacer un feminismo no punitivo y de escapar de un abordaje de la violencia machista que ponga todas las soluciones en el Código Penal. No deja de ser preocupante que penas de cárcel de 38 años hayan recibido algunas celebraciones totales en un contexto político en el que tenemos que combatir la normalización de la cadena perpetua que defiende Vox. Laura Macaya explica muy bien en este texto por qué, de nuevo, no se trata de elegir principios o pragmatismo: abordar las violencias machistas poniendo el énfasis en el castigo acaba volviéndose contra las propias mujeres y su libertad sexual.
Es una muy buena noticia que, según hemos podido leer esta semana, la nueva ley de libertad sexual del Gobierno prevea rebajar las penas por agresiones. Supondría que, además de tipificar correctamente los delitos de violación, se corregirían los posibles efectos multiplicadores de la duración de las penas. Pero el borrador de esa ley, al menos en la propuesta inicial de Podemos, incluye también la creación de nuevos delitos para penalizar el acoso sexual callejero y esto, de nuevo, plantea muchísimas dudas. ¿De verdad es necesario engrosar el Código Penal para abordar las “proposiciones, comportamientos o presiones de carácter sexual o sexista que supongan una situación intimidatoria”? ¿Hace falta crear nuevos delitos para combatir el machismo callejero? ¿Es el castigo la manera de cambiar nuestros comportamientos?
Una perspectiva no punitivista es aquella que concibe el derecho penal como la última de las “soluciones”, como una respuesta que, de hecho, supone el fracaso de todo cuanto deberíamos haber puesto en marcha con anterioridad. El sentido común no se cambia con multas ni sentencias y querer abordar así la transformación de nuestras conductas revela una falta de imaginación política total. Hay muchísimas políticas públicas feministas que hacer desde las instituciones para cambiar el sexismo que las mujeres sufrimos todos los días en la calle pero pasan más por campañas bien hechas, políticas educativas y propuestas culturales que por nuevos tipos penales. Y, desde luego, si hay un momento en el que hacer todo eso posible es cuando se tiene un Gobierno y un Ministerio de Igualdad.
Si el objetivo de un Gobierno antifranquista es construir un sentido común en el que la apología del franquismo esté socialmente penalizada, el objetivo de un Gobierno feminista es trabajar por una sensibilidad colectiva en la que el machismo callejero esté colectivamente censurado. No es la receta más fácil, pero es la más transformadora, la más eficaz y la más duradera, porque implica cambiar nuestro sentido común. Solo eso puede parar a Vox, en vez de alimentarlo. Lo demás será pan para hoy y hambre para mañana, porque las medidas punitivas y penales permitirán a los machistas el discurso del victimismo, como permitirán a los franquistas enarbolar la libertad de expresión. Contra la judicialización de la política, tenemos que aprovechar las posiciones institucionales para llenar las calles y los colegios de memoria histórica y para hacer feminismo desde el deseo y la imaginación.