Lo que codiciaba era la fragancia de ciertas personas: aquellas, extremadamente raras, que inspiran amor
Sentido y sensibilidad. No nace el enólogo ni el gourmet de la nada sino de una vida de trabajos y de cultivo de la esencia. No surge el perfumista del capricho sino de la dedicada y delicada educación de su exquisito don. Nada es el artista sin la percepción interna de la belleza que busca recrear. Imposible el poeta que no ha bebido en la fuente de la sonoridad y el rumor de las palabras.
Lo mismo sucede con el sentido de la libertad y de los derechos fundamentales. Existe, quizá, un primigenio vagido que nace del fondo de la injusticia, pero no es menos cierto que en las sociedades avanzadas es muy preciso cultivar el fino olfato de los ciudadanos para aspirar el genuino y puro olor de la libertad. Ese es, probablemente, el mayor fracaso que pueda detectarse en la ya asentada democracia española: en todas estas décadas no hemos sido capaces de regar esa sensibilidad en los que han ido llegando ni de inculcarla en los que estaban embrutecidos.
El olor preciso y profundo de la libertad. El aroma de los derechos fundamentales que todo ciudadano debería ser capaz de percibir o, cuanto menos, estar preparado para acusar el hedor de su ausencia. Esa sustancia de la que están hechos nuestros sueños comunes y que aproxima más a dos personas de distinta ideología que a dos de la misma que carecen de tal fineza de espíritu.
Nuestra sociedad, como el resto de las occidentales, pena bajo el castigo de un hedor que pretende anegar el puro y simple olor de la libertad. Cada vez es más acusado. La libertad de expresión agoniza sepultada en la tumba de los que se consideran guardianes de las esencias y obvia que no existe otro perfume mejor que el de aceptar que todos los aromas que surjan no serán de nuestro gusto. Cada día es una prueba mayor. No quiero mencionar ejemplos que cada uno puede encontrar y que nos alejarían quizá, aquí mismo, de un entendimiento. Solamente busca qué es lo que más te irrita, lo que no soportas escuchar, lo que te parece repugnante y entonces piensa que ese pensamiento puede ser expresado y que en tanto en cuanto no produzca daños ni incite a producirlos con posibilidad cierta, se trata de algo que el otro puede manifestar. Puede ser deleznable, reprochable, indigno, pero no puede ser reprimido mediante el derecho penal. Me da igual que otros lo hicieran, responder con el mismo hedor de totalitarismo también mata ese sutil olor de la libertad.
El odio. El odio es el sentimiento más terrible del ser humano mas no vamos a exterminarlo por muchos fiscales, jueces, leyes y diatribas que conjuremos. Exterminar lo aborrecible no es una posibilidad. Lo que fue pensado para defender a unas minorías muy concretas de unas agresiones muy determinadas se va extendiendo, como una mancha de aceite, en una perversión que pretende convertir en terreno baldío toda disensión. Prefiero a unos gritando su odio al viento que a los delicados cultivadores del espíritu de la libertad silenciados. Ante la duda, solo cabe más libertad. Si se escapan unos difamadores, unos indignos, unos hijos de puta, siempre será menos grave que si un solo disidente, un distinto, una voz libre, es censurado o represaliado por su disensión.
El aroma de la libertad, cuando se aspira una vez, ya no se puede dejar escapar. “I qui ha sentit la llibertat té més forces per viure” (el que ha sentido la libertad tiene más fuerzas para vivir), que cantaba Raimon. Por eso no entiendo que se vayan borrando, ley tras ley, incluida la más reciente, los envases y las vasijas que contenían ese mágico aroma para que las jóvenes generaciones aprendieran a identificarlo. No habrá futuro hasta que la mayor parte de los ciudadanos no lo tengan clavado en su pituitaria, hasta que no hayan destilado la sensibilidad para sentir asfixia cuando les falta. El aroma real de la libertad, el que respira la alteridad y la diferencia, no el sucedáneo sintético que los liberales económicos vendieron como individualismo; el de la libertad humana y compartida, el que en cada nota de la fragancia no solo respira el yo sino también el tú y el nosotros.
Cada vez soporto menos el hedor de la falta de libertad. Me llena de alegría cuando encuentro a compañeros de camino, de derechas o de izquierdas o tal vez anárquicos de sí mismos, que conocen la fragancia de base y que son capaces conmigo de torcer la nariz hacia el camino franco del único oxígeno que permite el desarrollo humano en paz. Es un fenómeno que puede dejar de producirse. Aquel que nos lleva a compartir un horror común a la peste y un olfato perfecto para saber por qué cloaca no podemos adentrarnos y que, repito, no tiene que ver con la ideología sino con una preciada sensibilidad que durante muchos años en este país sí fuimos capaces de cultivar. Por eso existimos una generación que es capaz de percibirlo –seamos conservadores, liberales, democratacristianos, socialdemócratas o comunistas, españoles, franceses o suecos– y que se aterroriza igual cuando unos pretenden atafagarnos de empalagues para confundirnos o ahogarnos con hedores a los que pretenden llamar fragancias.
La pura y simple esencia de la libertad. Esa que hasta los maestros perfumistas que hemos consagrado nos quieren arrebatar a veces porque tal vez no sean tan maestros y porque tal vez no deberíamos haberlos puesto en altar ninguno. Hoy debería haber hablado quizá de esa ministra que aplaude que se estigmatice a quien piensa distinto, de los que quieren prohibir series porque muestran otra forma de ver la realidad, de los que creen que se puede usar la Justicia para castigar a los que luchan por otras cosas, de los que pretenden que el voto de millones no es legítimo, de los que quieren mandar a la cárcel a los fascistas que sueltan mierda en un chat, de los que ponen querellas contra artistas y ateos, de los que quieren convertir en delito echar pestes de la injusticia pero ¡qué quieren! ¡si ya me conocen! Me salió abrir los pulmones y las narices, inspirar fuerte y dar las gracias a todos los que durante años –en casa, en el instituto, en la universidad, en la vida– me enseñaron a reconocer cómo huele la libertad y, sobre todo, a estar dispuesta a sacrificarlo todo por continuar sintiendo su delicada fragancia hasta el final.
Oledlo todos y enseñadle su aroma a los vuestros porque eso es lo más importante que estamos perdiendo. Ese perfume común, ese anhelo puro, ese respeto que emana aromas deleitosos.
El puro olor de la verdadera libertad.