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Putin y los demonios

Vladimir Putin.

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Esto no puede estar ocurriendo. Debe de ser solo un mal sueño que se esfumará apenas despertemos. El mundo no da crédito a lo que está sucediendo en Ucrania: una invasión de un país europeo por una potencia militar “¡en pleno siglo XXI!”. Las imágenes de la entrada, este viernes, de tanques rusos en Kiev eran inimaginables hace tan solo cuatro días, pese al incremento de las soflamas belicistas de Vladímir Putin y las advertencias del presidente de EEUU, Joe Biden, de que Rusia se aprestaba a atacar. Pura bulla, pronto se calmarán las aguas, pensaba la mayoría de los europeos, incluidos los ucranianos.

Hay analistas que intentan explicar, cuando no justificar, en clave estrictamente geoestratégica lo ocurrido. Básicamente, sostienen que la OTAN no ha hecho más que provocar a Moscú desde 1999 con sus ampliaciones sucesivas hacia el Este y que ha llevado esa provocación al límite con la apertura del proceso de incorporación de Ucrania, territorio que Rusia considera vital para su seguridad. ¿Aceptaría EEUU que México, un país tan democrático e independiente como Ucrania, ejerciera su derecho de firmar con Rusia –o con China– un tratado similar al de la OTAN?, preguntan estos analistas, que recuerdan cómo el mundo estuvo al borde de una nueva guerra mundial cuando la Unión Soviética desplegó misiles en Cuba y Washington le dio un ultimátum para que los retirase, como finalmente sucedió.

El argumento da para un debate interesante, sin duda. Pero omite un hecho fundamental, y es que la decisión de Rusia de invadir Ucrania no responde a razones exclusivamente geoestratégicas o de salvaguarda de la seguridad nacional (lo cual en ningún caso justificaría el ataque, del mismo modo que, salvando las diferencias de contexto, fue inaceptable la invasión de Irak por Estados Unidos pese a alegar su derecho de reaccionar contra el terrorismo tras el brutal atentado de las Torres Gemelas). En el caso de Ucrania hay un elemento más inquietante si cabe: la pretensión de un autócrata de dominar la voluntad de un colectivo humano invocando identidades étnicas y mitos fundacionales que se remontan a la bruma de los tiempos. Putin considera que el destino del territorio donde brotó en el siglo IX el Rus de Kiev está ligado inextricablemente a Rusia. Que Ucrania es un invento de los bolcheviques cuando establecieron las repúblicas soviéticas en la URSS. Poco le importa que, tras la caída de la URSS en 1991, el 90% de los ucranianos votaran en favor de la independencia: para Putin, aquella reacción era contra el régimen comunista, no contra la madre Rusia.

Decía Putin el jueves que su objetivo es “desmilitarizar” y “desnazificar” a Ucrania. Resulta una ironía que diga esto último justo en el momento en que un judío, Volodimir Zelenski, preside el país tras ganar las elecciones con el 70% de los votos. Más que 'desnazificar', lo que realmente pretende Putin es evitar la 'desrusificación' de Ucrania, la construcción en este país de una identidad nacional propia que lo aparte definitivamente de los sueños imperiales rusos. En 2014, Moscú se anexionó la península de Crimea y alentó la rebelión de los separatistas prorrusos de la región de Donbás. Cinco años más tarde, en un clima de creciente nacionalismo, el Parlamento de Ucrania aprobó por iniciativa propia una ley que consagra el ucraniano como único idioma oficial –el ruso es la primera lengua para el 30% la población– y el flamante presidente Zelenski redobló los esfuerzos de su país para ingresar en la OTAN y la Unión Europea.

Putin teme que Rusia pierda para siempre a Ucrania si logra entrar en esas dos organizaciones, no solo en la OTAN. La UE encarna una liberalidad intolerable para lo que el mandatario ruso entiende por valores eslavos y un concepto de democracia que choca con su concepto de autoridad y orden. Resulta imposible saber hasta dónde llevará Putin su aventura bélica, pero todo apunta a que esta pasa por tumbar al Gobierno de Zelenski y dejar en su lugar un títere que se olvide de experimentos occidentalizantes, como lo fue Víktor Yanúkovich –derrocado en 2014 tras una revuelta popular– y como lo es el presidente bielorruso, Aleksandr Lukashenko. Ayer ofreció a los militares hacerse con el poder, con el argumento de que con ellos sería más fácil negociar. Ya se verá más adelante si se pasa, y cómo, a una siguiente fase, la de disolver a la díscola Ucrania y la fiel Bielorrusia dentro de un eventual neoimperio ruso. 

Hay quienes sostienen que, si la OTAN hubiera admitido con celeridad a Ucrania, en vez de darle largas, Rusia no se habría atrevido a invadirla por temor a desencadenar una respuesta aliada en su contra, del mismo modo que no ha osado atacar a los tres países bálticos pese a no faltarle ganas. Otros argumentan que la OTAN no debería tentar al demonio y haría mejor en llegar a un acuerdo con Moscú para que Ucrania tenga estatus de país neutral y desmilitarizado. Esta solución, que podría parecer razonable a muchos, no convence ni a Rusia, que no está dispuesta a renunciar a su ascendencia sobre los ucranianos, ni a la Alianza Atlántica, que reivindica su derecho a aceptar como socio a quien crea oportuno.

Las guerras se sabe cómo comienzan, no cómo terminan. De momento, Putin está haciendo lo que le viene en gana con Ucrania, sin que parezcan importarle demasiado las sanciones económicas que EEUU, la UE y otros países están imponiendo a Rusia. Del desenlace de esta desquiciada aventura bélica dependerá el rumbo del orden mundial. Sería una pésima noticia para las democracias liberales que un discurso como el de Putin, anclado en esencias identitarias y ambiciones imperiales, resultara victorioso.

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