En los últimos años de la dictadura de Francisco Franco los que estaban hartos de ella recurrían a Radio París (RTF) para tratar de informarse de aquello de lo que los medios españoles no informaban, la realidad de lo que ocurría en su propio país.
Franco era un militar cuartelero que no se hubiera mantenido en el poder hasta su muerte de viejo en la cama si no hubiera tenido el apoyo de una gran parte de la población. Como hoy podemos comprobar, ese apoyo sigue vivo y Vox trata de sacar tajada para pasmo, y dolor de cabeza recurrente, del PP.
Pero había en España, durante la dictadura, recalcitrantes antifranquistas que no se creían lo que veían en TVE o leían en el ABC porque la información estaba dirigida por el ministerio de Información de la dictadura. Mucha información de los logros del régimen, y nula de las protestas. Y así, durante años y años, alejados del mínimo espíritu democrático, hasta que, por fin, Franco murió en la cama, o en una camilla para ser exactos.
Recuerda a lo que ocurre hoy en Rusia. Mucha información de los logros del régimen de Vladimir Putin, y nula de las protestas.
Es lo que tienen los autócratas, los zares. Cierto que hay un pueblo tras ellos que acepta al líder, sea este quien sea. Son los salvadores de la patria, y hay que seguirlos porque marcan el camino con sus consignas simples pero fácilmente entendibles.
Boris Pasternak, en su obra Doctor Zhivago, que fue llevada al cine por David Lean con gran éxito, relataba un diálogo en plena revolución rusa entre un mujik, un campesino ruso, y un oficial de enlace de los nuevos soviets. El mujik preguntaba con ingenuidad al oficial comunista: “Entonces, ¿Lenin es el nuevo Zar?” Y el oficial, contrariado, contestaba al mujik: “¡No más zares!”.
Pues sí, ha habido más zares. En España Franco durante 40 años, y en Rusia otros hasta llegar a Putin, con un interregno extraño y poco habitual con Gorbachov y Yeltsin. Y todos han subsistido gracias a un elemento esencial, el control de la información.
La embajada rusa en España tiene muy fácil su labor de captar información sensible y pasársela al Kremlin. Cada mañana los funcionarios consultan su smartphone y ahí lo tienen todo. Desde los movimientos políticos para aumentar o no el gasto en defensa, hasta la huelga de transportes y el desabastecimiento en los supermercados. Información democrática, libre y exhaustiva, a un golpe de clic.
La embajada española en Moscú no puede hacerlo. Y no puede hacerlo, no por incapacidad, sino por esa dinámica de las autarquías de ofrecer un exceso de información en materias que le favorecen, y la eliminación absoluta de las que le desfavorecen.
Durante la guerra de Vietnam, los estadounidenses veían las imágenes de la llegada de los ataúdes de jóvenes soldados muertos en combate contra el Vietcong en los informativos de televisión, lo que provocaba un desánimo profundo. En Rusia parece como si no hubiera jóvenes soldados muertos en combate en Ucrania, porque no se ven en los informativos de televisión, y así se evita crear ese desánimo profundo.
Los contrarios a Putin tienen que buscar su propia Radio París, para informarse de verdad y es algo realmente difícil porque el régimen controla exhaustivamente el acceso a redes informativas alternativas. El ciudadano ruso no se entera de lo que pasa en Ucrania, ni se entera de lo que pasa con las unidades militares rusas en Ucrania, ni de si la guerra, que ni siquiera llaman así sino “operación especial militar”, va bien, va mal o va tan mal que Putin piensa ya en provocar el apocalipsis nuclear.
Los autócratas que, no olvidemos, cuentan con el apoyo sin ambages de buena parte de la población, en Rusia se considera que muy por encima del 50% (superó el 80% con motivo de la invasión de Crimea en 2014) y de toda una cohorte de seguidores acérrimos que se aprovechan del maná de la autarquía, necesitan controlar la información para mantener esa autocracia. Y en el control de la información, utilizan un elemento esencial, el miedo. Franco se hartó de referirse a la conspiración judeomasónica que quería acabar con España, y Putin se harta de repetir la necesidad de recuperar el espíritu de la Gran Rusia zarista y soviética contra sus enemigos que, según él, quieren una Rusia débil y cada vez más cercada hasta llegar a “la destrucción de Rusia”, como decía en uno de sus últimos discursos.
La diferencia entre Franco y Putin, es que el militar gallego se quedó tranquilo con el territorio que dominaba directamente, el ruso quiere recuperar antiguas fronteras del imperio y el primer avance serio, la invasión de Ucrania, se le ha convertido personalmente en un dolor de muelas que comienza a ser insoportable. En ese punto, no sabemos del temple de Putin. ¿Ama tanto a Rusia, como dice, y rebajará la presión? ¿O decidirá dar un salto cualitativo y hacer realidad aquella sutil amenaza dirigida a Occidente que dejó caer el mismo día de la invasión?: “La respuesta de Rusia será inmediata y traerá consecuencias que nunca os habéis encontrado en vuestra historia”.