Cuentan y no acaban de la fiesta de Vox de este pasado fin de semana en Madrid. De entre las múltiples ocurrencias y comentarios que han surgido del acontecimiento, ha habido uno que me ha llamado especialmente la atención. Dicen que organizaron una especie de falla coronada por un sol en el que figuraban los símbolos de los 17 objetivos que la ONU ha etiquetado como Agenda 2030. En pleno festejo prendieron fuego a la representación de una feminista, un ecologista y un dirigente de izquierdas que con su puño en alto sostenían tal efigie. Lo que me inquietó más es la creciente manía que le han cogido a la susodicha agenda.
Es cierto que en este tipo de declaraciones de los organismos internacionales abundan formulaciones bien intencionadas, sin que uno sepa muy bien el grado de compromiso que implican a los países signatarios. Pero, no creo que en el caso de Vox y de otros correlatos de la derecha extrema, lo que les preocupe especialmente de la Agenda 2030 sea su falta de concreción. Desde hace meses se ven muestras de ese rechazo furibundo. Recuerden que la convocatoria oficial de la manifestación homófoba de Madrid de hace unas semanas se fundamentaba en la voluntad de los manifestantes de mostrar su oposición a la Agenda 2030. Aunque la intención principal de los que atravesaron el barrio de Chueca fuera otra, lo cierto es que algunas de las pancartas exhibidas expresaban su total desacuerdo con los objetivos de las Agendas 2030-2050.
Una primera impresión muestra que lo que molesta son dos cosas. Por un lado, la imposición de unos temas, objetivos y compromisos que coartan y cercenan la libertad entendida como que cada quién haga lo que le venga en gana. Y por el otro, el hecho que son decisiones tomadas desde fuera, desde el extranjero, por gente que no comprende cómo somos, y que por tanto muchas de las cosas a enmendar alteran la manera tradicional y propia de hacer de los de aquí de toda la vida. Recuerdo en este sentido la campaña del Partido del Progreso, formación ultraderechista noruega, que acusaba como antipatriota a todo dirigente político que luciera el pin de la Agenda 2030, y expresiones similares se van viendo en todo el mundo desde posiciones ultraconservadoras. Son pues expresión de nacionalismo de pura cepa y de rechazo a las supuestas imposiciones del globalismo.
A finales de junio de este año, la diputada de Vox, Magdalena Nevado, afirmó en pleno debate del Congreso de Diputados, que “los grandes valedores de la agenda 2030 en España son comunistas, que se han puesto a trabajar codo con codo con el gran capital para imponer la agenda globalista en nuestra patria”. Las alusiones de Vox en este tema al Foro Económico Mundial de Davos y a las élites económicas del mundo aliadas con el neomarxismo como inspiradoras del contenido de la agenda han sido constantes, mezcladas con alusiones a la pérdida del derecho de propiedad, la imposibilidad de comer carne o la invasión de inmigrantes disfrazados de refugiados climáticos. A pesar de que nada tan concreto pueda uno encontrar en los contenidos de la Agenda, el pie para tales comentarios surge de la interpretación sesgada que desde los grupos de extrema derecha se hacen de las ocho predicciones que en el último Foro de Davos del pasado febrero se lanzaron para llamar la atención sobre la situación en el mundo.
No resulta fácil considerar expresiones antipatriotas la voluntad expresa en la Agenda de erradicar la pobreza y el hambre, garantizar la igualdad de género y el trabajo decente, reducir la desigualdad, detener el cambio climático y apostar por las ciudades y las comunidades sostenibles social y medioambientalmente. El rechazo es puramente ideológico. Y desde la perspectiva de la ultraderecha nacionalista es normal que se vea la oposición a este proyecto, por impreciso que sea en su concreción e implementación, como una palanca más sobre la que mantener sus aspiraciones de crecimiento social.
Porque lo cierto es que, a pesar de cierta grandilocuencia y de formulaciones a veces abstractas, lo que en la Agenda 2030 se expresa, muestra que los grandes desafíos a los que se enfrenta la humanidad en los próximos años no son temas de cumbres de jefes de estado y de gobierno, sino que tienen que ver con nuestra cotidianeidad. Las alusiones directas o indirectas a las maneras de consumir, construir, producir, trabajar, educarnos, mantener las constantes básicas de salud, son constantes y proyectan un futuro en el que los cambios a hacer son insoslayables. Hay valores clave que de alguna manera atraviesan todo el texto de la Agenda como son la sostenibilidad y el reconocimiento de la diversidad que para las formaciones de derecha extrema son expresiones de “terror climático” desde el que sostener cualquier cosa, o de “igualitarismo eco-feminista” que disuelve señas de identidad básicas de la sociedad de siempre.
Hace diez años Dani Rodrik y su “trilema” obtuvieron un eco notable, al lograr resumir en tres vértices, globalización, soberanía nacional y democracia, los retos a los que se enfrentaba el mundo en aquellos momentos álgidos de la crisis económica y financiera. La cuestión, como es sabido, es que no se podían tener las tres cosas al mismo tiempo. Era necesario prescindir de alguno de los vértices. Lo peor que nos podría pasar es que el vértice de la democracia sea cada vez menos relevante en cualquiera de los escenarios de futuro, y que al final el debate se sitúe entre globalización y nación.
La Agenda 2030 marca sin duda objetivos apropiados si uno examina la situación de partida y las urgencias a las que la humanidad se enfrenta. Pero si no asumimos que las evidencias, por muy incontestables que sean necesitan argumentarse adecuadamente para que puedan llegar a persuadir al máximo número de gente posible, acabaremos predicando nuestras verdades en el desierto. No basta con lucir pins en la solapa con la imagen de la Agenda ni imaginar que los datos por si mismos son ya suficientes. La democracia necesita convencer y cuando se anuncian tempestades, más aún. No quememos el futuro.