Cada vez con más intensidad, cuando leo, escucho o escribo frases que dicen “las víctimas de violencia machista” me siento incómoda. Me pregunto hasta qué punto ese sintagma está levantando un muro ficticio entre un 'ellas' y un 'nosotras', como si las violencias machistas fueran algo ajeno, lejano, un fenómeno que sucede siempre a otras. Es un mecanismo que aparentemente nos protege -nos evita mirar hacia la herida propia-, pero que en realidad nos impide reconocernos como mujeres que han sufrido o sufren una o varias formas de violencia machista a lo largo de nuestras vidas. Reconocernos como víctimas.
Porque, ¿quién querría pertenecer a ese grupo, al de las víctimas'? Ya no solo por la violencia sufrida, sino por lo que implica etiquetarse como tal. Reconocerte como víctima es poner nombre a lo que te sucedió, a lo que te hicieron. Es enfrentarse a la culpa, a la vergüenza, a la duda, a la condescendencia que nosotras mismas nos aplicamos después de haber sido convenientemente aleccionadas.
¿De verdad fue eso lo que sucedió? Me sentí mal pero no fue para tanto. A mí nadie me ha pegado. Nadie me ha prohibido salir. Esto no es nada para lo que pasan otras mujeres. Sucedió solo un par de veces. Fueron unas peleas fuertes, no sé, yo también le alcé la voz. El tío era un gilipollas, le bloquee y ya está. Yo solo quería que se fuera de casa.
Nombrarte víctima es aceptar que tú también has estado ahí, ponerte en la diana de las preguntas que, pese a los avances, nos siguen sobrevolando: ¿por qué no te fuiste?, ¿por qué no le dejaste?, ¿por qué te quedaste?, ¿por qué no hiciste caso a tus amigas?, ¿por qué lo permitiste?, ¿por qué no lo contaste?, ¿por qué no buscaste ayuda? Es posible que muchas de esas preguntas, de esas reclamaciones, salgan de nosotras mismas. Hemos interiorizado muy bien esa idea de que somos nosotras las que debemos protegernos, las que de alguna manera permitimos, alentamos o aceptamos las violencias que sobre nosotras se ejercen. Las mujeres somos las únicas víctimas que tenemos que responder a las preguntas que, en realidad, deberían estar destinadas a los agresores.
Dice Katherine Angel, en 'El buen sexo mañana': “No siempre sabemos lo que queremos y no siempre somos capaces de expresar nuestros deseos con claridad (...) Tenemos que partir de esa premisa, esta peligrosa y compleja premisa: no tendríamos por qué conocernos a nosotras mismas para estar a salvo de la violencia”.
Nombrarte víctima es, en definitiva, catalogarte como una especie de mujer tonta, opuesta a esa mujer activa y empoderada que nos han dicho ahora que tenemos que ser. Ningún diccionario recoge 'víctima de violencia de género' y 'empoderada' como antónimos, pero socialmente hemos construido una idea de víctima como sinónimo de una mujer pobrecita, inconsciente, sufriente, posiblemente con una vida poco atractiva, con pocas posibilidades en todos los sentidos, quizá con una educación más bien baja.
Nombrarte víctima es, también, reconocer que hay un agresor y eso implica, muy a menudo, señalar -aunque sea para tus adentros- a alguien cercano, querido, a alguien que pensaste estaba ahí para cuidarte o para divertirse contigo, a alguien a quien tenías como un igual, como un buen tío.
Al estereotipo tan encasillado de víctima del que hablamos le va muy bien el estereotipo de agresor-monstruo: ellas no son como nosotras; ellos no son nuestras parejas, nuestros amigos, nuestros familiares, son otros. Y así, una y otra vez, reproducimos una idea con la que es complicadísimo identificarse. Porque, ¿quién querría pertenecer a ese grupo, al de las víctimas? Quien querría tener que enfrentarse a todas esas preguntas, sentir que ya solo puedes ser eso, una víctima, hagas lo que hagas y pase lo que pase. Quién querría admitir que hombres con los que compartimos el día a día, hombres que saludan y son simpáticos, hombres que muestran interés, hombres inteligentes, hombres cariñosos, hombres a los que, incluso, queremos o apreciamos, son agresores.
Quizá estemos dispuestas a hacerlo nosotras, ahora que sabemos que el silencio solo servía para agrandar heridas y que hemos descubierto que hablar y juntarnos con otras es posiblemente la única salida para seguir adelante y construir algo diferente.