Quiero elegir si leo o no “El odio”

Un libro no es nunca moral o inmoral. Está bien o mal escrito. Eso es todo
Han llevado un libro ante un juez. Piden abortarlo, enviarlo a criar pulpa antes de que llegue al estante de una librería y quién sabe si al suyo, al mío o a ninguno; pues eso algo que nosotros debemos poder elegir. Prohibido prohibir. Un libro está siendo juzgado sin ser leído, ya que eso es lo que se pretende, que no lo sea. Siglo XXI de nuestra era, en un país civilizado y dicen que culto. Quieren matar un libro antes de que nazca porque dicen que causará dolor a una persona, mas eso no es motivo suficiente. Libros han nacido que han causado dolor a masas completas. Los libros no son el mal, el mal está en algunos de sus lectores. Leer la Biblia, el libro de relatos más hermoso, con el mejor inicio de la historia de la literatura, tampoco te hace bueno. Incluso ha llevado a la muerte a muchos y la censura siempre se recreó en su nombre.
Anagrama tiene el libro de Luisgé Martín metido en cajas, temerosos, a la espera de saber si un juez le deja ver la luz. Mientras tanto, las hordas de supuestos defensores de la moral social se han lanzado a las calles digitales. Excomunión, hermano, excomunión. Martín ha querido emular a Truman, como tantos otros. Si ese es su pecado, sólo hacerlo mal devendrá en castigo. No es una idea original, la de hacer literatura penetrando en el ojo del mal. Cuenta que en cuanto oyó en las noticias el suceso quiso saber cómo un padre llega a matar a sus hijos. Las propias noticias de crímenes horrorosos tienen como objetivo la catarsis social de entender, de entendernos como humanos. Ahí la prospección se llama periodismo y en la novela se llama literatura. Hay un salto de concepción enorme y mientras el periodista solo puede contar, el literato puede narrar. Como decía Wilde, sólo podría cometer una inmoralidad: hacerlo mal, no estar a la altura. Y eso sólo podremos saberlo si tenemos la opción de leer el libro.
La antigua constricción de la inmoralidad se ha trocado hoy en otros axiomas: la revictimización, el mensaje de odio, la estigmatización y tantos otros. Con todos esos buenos guardianes de la ortodoxia la plebe y las autoridades se lanzan a librarnos de todo mal como hacían en tiempos del Index Librorum Prohibitorum. ¿Son mejores motivos estos de ahora que lo fueron la honestidad, la blasfemia, la corona, el contenido político o la corrupción de la juventud? Así cayeron 1984, El manifiesto comunista, Lolita, El amante de Lady Chatterley o Las aventuras de Huckleberry Finn. Así se ha empezado en Estados Unidos a cuestionar de nuevo libros, obras, estilos, ideas.
El dolor de una madre versus la obra literaria. Es un falso dilema. Como en los casos anteriores permite a las gentes sentirse mejores que quien no saca la piedra para lapidar. “La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de cualquier duda razonable” escribe Daniele Giglioli en un famoso ensayo que les recomiendo: “Crítica de la víctima”. Algunos, empachados de lo que llaman true crime, que se tragan como el ganso la comida en televisión, no son capaces de distinguir esos productos de una novela de no ficción que no leerán nunca, por eso no les importa gritar para que otros no puedan hacerlo. Quieren velar más que por ellos, por nosotros. “Si el criterio para distinguir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca”, sentencia Giglioli. Eso es lo que hacen en las redes, colocarse en el lado de quien no yerra, señalar con el dedo al disidente.
El género literario de la no ficción está ahí. No es santo de mi devoción, lo reconozco, ni como autora ni como lectora pero ocupa un lugar destacado en la producción literaria desde hace décadas. A mí me parece que le falta uno de los ingredientes irrenunciables de la literatura, la imaginación, y que esas realidades complejas y dolorosas que debe explorar -según reza la nota de Anagrama- se alcanzan mejor mediante la ficción pura. Dostoyevski gana a Carrère. Aunque hemos podido leerlos a ambos y esa es la grandeza de la libertad de creación, porque no hablamos de mera libertad de expresión. ¿Dará el libro de Luisgé con un juez literario? ¿Existe una jurisprudencia estilística?
La literatura del crimen real tiene ya una larga tradición. La literatura que habla con asesinos o que escarba en sus mentes por no mencionar sus almas que es lo que de algún modo interesa de forma universal. A nuestro país ha llegado de forma más escasa, en Francia es todo un género hasta el punto de que en una búsqueda rápida he encontrado hasta dos tesis doctorales al respecto: “Le fait divers criminal dans la littérature contemporaine Française (1990-2012)” se titula una de ellas. Allí Jacob ha escrito L'Obéissance; Louis, “Histoire de la violance”; Jauffret, “La balade de Rikers Island” y así hasta cubrir estanterías enteras. En Francia se escribe sobre todo y escriben todos: los jurados, los jueces, los comisarios, los periodistas, los testigos y los literatos. Todos esos libros existen y han sido escritos y leídos, en todos se habla de o con asesinos o de hechos cruentos que provocaron víctimas y mucho dolor.
No me valen para este debate sobre el asesinato preventivo de una novela otros especialistas que no lo sean en creación literaria. No es un debate para especialistas en violencia de género, en victimología, en violencia vicaria, en revictimización. No me parece que sea un debate para empáticos o amorosos o sensibilizados con el dolor ajeno. No se equivoquen porque es un debate para creadores y para verdaderos lectores. Es un debate sobre la libertad y la libertad raramente hace rehenes. La libertad raramente se realiza sin romper nada ya sean conciencias o países o vidas o regímenes o corazones. A Luisgé Martín, al que no conozco de nada, le han criticado duramente porque en su diseño creativo ni siquiera pensó en comunicarle su intención a la madre de las víctimas, víctima a su vez, porque él no quería indagar en ese rango de sentimientos sino en la madeja oscura y siniestra del mal. Está y estaba en su derecho de creador. No hay argumento contrario a la aparición de este libro más ramplón que esa acusación de lucrarse con el dolor de una madre. La mayoría de los libros que veneramos han surgido del dolor de alguien y no siempre del de sus autores.
Así que desde aquí, erigida en abogada defensora de la libertad de creación, en intercesora del escritor, en procuradora de la libre edición, pido que “El odio” vea la luz. Es harto probable que a mí se me crucen decenas de opciones por el deseo lector antes que esa o, por contra, pudiera darse el caso de que el tomito acabara en mis nichos dedicados a Anagrama, una editorial que no tiene que excusarse por la seriedad de sus propuestas ni por la radical novedad de muchas de sus apuestas. En todo caso, si elijo no leerlo, no será un boicot, como proponen los activistas que no leerán ni este libro ni ninguno en mucho tiempo.
A su autor solo cabe enviarle un pensamiento de Truman Capote para que le acompañe en la espera: “He conseguido leer las calumnias más ultrajantes sobre mí sin inmutarme”. Amén.
110