Hay cientos de cosas que antes no se llamaban racistas, que solían llamarse de otras muchas maneras. No era racismo burlarse de un afrodescendiente, era humor. No era racismo no dejar entrar a una gitana a la fiesta, era aforo lleno. No era racismo llamarnos panchitos, era cariño. No era racismo, eran las reglas del club. La racialización sigue plenamente en marcha pero al menos ya nos atrevemos a nombrarla.
Hoy culpar de los robos de tu barrio a todos los niños árabes de un centro de acogida es racista con todas sus letras. Tomar la justicia por mano y organizarse con otros adultos españoles para atacar a menores de edad que están siendo protegidos porque llegaron a España sin sus padres, es racista. Volver con el doble de gente para lanzarles piedras, es racista. Declarar en los medios que lo hicieron entre otras cosas porque “nos insultaron en su idioma, en árabe”, es racista. Dar espacio a los agresores en el programa de Ana Rosa para que se llenen la boca asegurando que no se trata de un ataque racista, es racista. Entrar con un machete a otro centro de chicos tutelados para sembrar el odio y el miedo, solo puede ser racista. Que haya habido hasta tres ataques de este tipo en Cataluña en una semana, no son casos aislados, es racismo coordinado y sistémico. Y no puede quedar impune.
Cuando oí del ataque en Castelldefels de inmediato recordé lo que ocurrió hace nueve años en ese mismo municipio catalán. La noche de la verbena de San Juan, un grupo de jóvenes latinoamericanos cruzaron las vías del tren, como suelen hacer muchas veces sin precaución jóvenes españoles, chinos o alemanes, en dirección a la playa, y fueron arrollados. A mí también siempre me gustó esa playa, porque era tan plana que me recordaba a las del Pacífico. También siempre me gustó la verbena, porque me recordaba a las fogatas de fin de año en el sur global, que son como un nuevo comienzo en pleno junio. Hacia ese disfrute iban esos chicos. La desgracia del accidente no fue suficiente. La sociedad tuvo que lanzar la sal del racismo sobre la herida abierta: los llamaron latinos imprudentes, insensatos, incívicos, inconscientes. Los juzgaron y juzgaron a sus familias. Los condenaron a ellos y a su cultura.
Hay que tener muy poca empatía, nula solidaridad, cero humanidad, para llamar así a las hijas e hijos muertos de los que vienen a España a trabajar cuidando a las personas mayores y a los niñxs de este país. Hay que ser muy racista para hacer eso. Es el mismo desprecio violento y xenófobo que lleva a un puñado de tíos organizados a sumar con agresiones a la situación ya de por sí frágil de niños y adolescentes empujados a migrar por la pobreza y las guerras. Chicos que se encuentran por primera vez lejos de sus familias y comunidades, en un situación temporal e incierta de tutelaje. Perseguidos, encerrados y violentados, a veces tanto que prefieren estar en la calle, cuando lo que debería es garantizarse los recursos estatales para un plan de acción y atención de la infancia migrante, respetando su vida y dignidad. Antes de terminar expulsados del territorio con el cuento de la reagrupación familiar.
¿Cómo no va a haber racistas haciendo barbaridades en los barrios y pueblos con las leyes de extranjería bárbaras vigentes y la complicidad de las instituciones españolas, de derecha a izquierda? ¿Cómo no se va a criminalizar a los niños migrantes si el propio Estado y sus gobiernos los llevan a ellos al aislamiento y al encierro, y a sus padres a los CIES? ¿O cuando se destruye sus familias, retirándoles a éstos la custodia? ¿Cómo no van a seguir a sus anchas las hordas de racistas con estos medios de comunicación azuzando, con partidos de derecha incitando cada dos por tres el odio y el conflicto?
Como dice la activista antirracista peruana, Daniela Ortiz, “para el racismo social e institucional los menores migrantes no son menores, las mujeres no son mujeres, porque las lógicas de protección a sujetos 'vulnerables' son exclusivas para personas blancas”. Salvo que, claro, fructifique el proyecto del PP para blindar a los migrantes sin papeles que den a sus hijos en adopción. En ese caso estaremos viviendo en la más perversa de las distopías racistas, en la que los únicos migrantes válidos e integrados, a los que no hay que ir a apedrear, sean los que entreguen el bendito fruto de sus vientres.