Bis ad eundem lapidem offendere
Una de las últimas cosas que prometí el año pasado fue escribir esta columna. No sé, me dio la impresión de que había mucho ambiente vacacional y fiestero y que había dudas de que las deserciones masivas alcanzaran a la cita con los lectores. Soy una antigua, hay cosas a las que creo que sólo se puede faltar si algo grave te lo impide y una raya en el agua no parece que lo sea.
No es sino una raya en el agua el fin de año. Un esfuerzo patético del ínfimo ser humano por intentar trazarle líneas al tiempo por mor de intentar comprenderlo o, quizá, aprehenderlo. La eternidad, el tiempo sin fin, no nos cabe en la cabeza. Somos incapaces de entenderlo, como tantas otras cosas. Así que nos buscamos muletas, ayudas, muescas para intentar sentirnos en terreno controlado y eso es bueno excepto que olvidemos que son nuestras pequeñas y mezquinas convenciones y nada más. La vida es otra cosa.
Poco o nada ha cambiado desde que escribí esta columna la última vez. Hemos añadido alguna polémica estúpida a nuestra agitación, nos hemos dispersado pensando que conjurando las tradiciones cambiamos el rumbo de las cosas y, con toda certeza, hemos empeorado incluso la situación con ello. Sólo se puede temer lo que se desconoce pero dado que conocíamos a ciencia cierta que la repetición acrítica de los gestos de cada año iba a extender la epidemia, no cabe decir ahora que tememos que la epidemia haya empeorado. Lo hará seguro. Es la certeza de la ciencia, que no se difumina con polvos de purpurina ni invocaciones de pacotilla.
Tampoco el cansancio que muchos manifiestan sentir, el hartazgo, esa necesidad infantil y egoísta de hacer cosas que te ponen en peligro, va a cambiar el rumbo de las cosas. Es desesperante contemplar qué poco hemos aprendido y cómo si sólo por la historia nos libramos de la historia, hemos llegado al recodo del camino en el que tropecemos de nuevo con todas las piedras de la civilización.
El cambio de dígito es una raya en el agua. La esperanza verdadera reside en los resultados de la ciencia y en nuestra capacidad para implementarlos y para seguir evitando el riesgo mientras logramos esa hazaña sanitaria nunca vista que supone vacunar a toda la humanidad. Hay quien dice que no necesitamos agoreros sino alegría y descanso de esta amenaza y olvidarnos y hacer todo aquello que no debemos hacer —abrazarnos, juntarnos, refregarnos— porque ya es imposible aguantar más. La blandura social, el reblandecimiento de algo tan natural y tan animal como el miedo, nos aboca a unos nuevos días negros con más enfermedad y más muerte y, por supuesto, mayor descalabro económico. Tropezar y tropezar y empeñarse en tropezar. Impeler a la gente a que siga tropezando.
La existencia es un río que baja con aguas turbulentas. Existe la opción de pretender remontarlas, luchar contra ellas, ensayar a imponerles la absurda voluntad humana y también la sabiduría de saber que solo es posible seguir el curso de la corriente, agarrarse a un barril que pueda ayudarnos a atravesar las hoyas y los remolinos y hasta los saltos y cataratas, y tener la esperanza —a veces baldía— de que pronto llegaremos a zonas de remanso y de calma, de aguas transparentes y cálidas, en las que podamos tumbarnos boca arriba a contemplar un cielo majestuoso. La felicidad no consiste en gritársela en deseos huecos sino en comprender que sólo quien es capaz de identificar el mejor barril o la mejor balsa, de atarse a ella, y de dejarse ir no esperando que vuelva la vida sino asumiendo que la vida también es esa agua rugiente y peligrosa y que nada sino la muerte nos puede ahorrar ese descenso por aguas turbulentas, sólo ese se salvará. Las medidas de alejamiento, de profilaxis, de aislamiento y la vacuna son los únicos pasaportes capaces de llevarnos con cierta seguridad hasta esa charca de agua transparente y amable con la que todos soñamos.
La fecha era una raya en el agua trazada con toda la torpeza del hombre, y a su llamada, cientos de miles se han lanzado desnudos y sin ayuda a nadar contra corriente o quizá a dejarse llevar sin ninguna protección hacia los turbios bajíos. No hemos logrado dominar la naturaleza —ni las tempestades ni los terremotos ni las galernas ni las inundaciones— pero estamos a punto de dominar a este coronavirus y no tenemos ni la pequeña paciencia de aguardar a que ese milagro enorme de nuestra inteligencia como especie obre sus frutos.
Queda camino, les digan lo que les diga quien se lo diga. Con mucho esfuerzo científico, económico y logístico nos llevará todo el año conseguir la ansiada inmunidad de rebaño. Eso, si todo va bien. Eso, en los países europeos. Toca aguantar. Es nuestro momento de la historia. Otras generaciones despertaron a esta realidad con un llamamiento a filas, con las guerras terribles, con la aniquilación. No se nos pide otra heroicidad que continuar respetando racionalmente las normas claras de supervivencia. Nadie es mejor por habérselas saltado por pensar esto, como todo, no va con alguien tan especial como él.
Es difícil exaltarse por haber trazado una raya en el agua que no duró ni un instante y por eso no creo que me vaya a salir desearles felicidad o chorrear esperanza en este primer encuentro de 2021. Entiéndanme, no porque no se la desee siempre y en todo momento y no porque no esté esperanzada, sino porque soy consciente de que nos queda camino y de que no seremos nosotros los que decidamos el momento, por nuestra estúpida egolatría de creer que las cosas se producen cuando las deseamos, sino que llegarán cuando con constancia y tesón pongamos los medios que nuestra inteligencia ha creado para ello.
Yo prometí que iba a cumplir y a escribir esta columna pero no que fuera a unirme a las pampiroladas que es costumbre expender en estas fechas.
El fin llegará cuando llegue el fin.
Sólo nos queda resistir y arribar a él. Desgraciadamente demasiados que aún no lo saben no lo harán.
El fin llegará pero nada nos va a ahorrar el camino.
Tengan ustedes paciencia y fortaleza y sentido común también a este lado de la raya.