PRINCETON – Como dice el dicho, el trabajo sexual es la profesión más vieja del mundo (sólo que el dicho usa “prostitución” en vez de “trabajo sexual”). La adopción de un término menos peyorativo se justifica por el cambio de actitud hacia las personas que se dedican a esta actividad, que contribuyó a la decisión tomada por Amnistía Internacional en mayo de exhortar a los gobiernos a derogar leyes que criminalizan el intercambio consentido de sexo por dinero entre adultos.
El llamado de Amnistía Internacional generó una andanada de rechazos, algunos por parte de personas que evidentemente no distinguen entre la industria del sexo en su conjunto y el tráfico de seres humanos que, en muchos países, es una parte trágica de dicha industria. Nadie querrá legalizar la coerción, la violencia o la captación mediante engaño en la industria del sexo, ni la explotación sexual infantil. Pero algunas organizaciones que hacen campaña contra la trata comprenden que la prohibición del trabajo sexual vuelve mucho más peligroso para quienes lo ejercen en esas condiciones pedir ayuda a las autoridades. Por eso, el Secretariado Internacional de la Alianza Global Contra la Trata de Mujeres aplaudió a Amnistía Internacional por apoyar la despenalización.
También hubo oposición de algunas organizaciones feministas, que acusaron a Amnistía de proteger los “derechos de proxenetas y clientes” y dijeron que en vez de eso hay que “poner fin a la demanda de sexo pago”, pero no explicaron cómo lograrlo.
En especies que tienen reproducción sexual, el sexo es, por obvias razones, uno de los deseos más fuertes y ubicuos. Los seres humanos no son la excepción. En toda sociedad moderna, las personas entregan dinero u otros elementos valiosos a cambio de cosas que desean y no pueden obtener de otro modo. Por diversos motivos, muchas personas no pueden obtener sexo, o suficiente sexo, o el tipo de sexo que desean, libremente. Mientras al menos una de esas condiciones se mantenga, la demanda de sexo pago no se detendrá. Y no veo probable que en cualquiera de esas condiciones vaya a haber un cambio suficiente para eliminar la demanda.
No siendo previsible un final para la demanda de sexo pago, ¿qué ocurre con la oferta? Otra respuesta a las propuestas de despenalizar el trabajo sexual es que en vez de eso, deberíamos cambiar las condiciones que llevan a algunas personas a vender sus cuerpos. Esto implica el supuesto de que todas las personas que ofrecen sexo a cambio de dinero lo hacen porque no tienen ningún otro medio de vida.
Ese supuesto es un mito. Dejando a un lado a las que necesitan el dinero para sostener costosas adicciones a drogas, algunas personas que se dedican al trabajo sexual podrían conseguir empleo en una fábrica o una casa de comidas rápidas. Pero enfrentadas a la perspectiva de un trabajo monótono y repetitivo de ocho horas diarias en una línea de montaje o dando vuelta hamburguesas, prefieren la industria del sexo, con mejor remuneración y una jornada más corta. Habrá muchas personas que no pudieron elegir, pero ¿deberíamos criminalizar a las que sí lo hicieron?
No es una elección tan irracional. Contra lo que dicen los estereotipos del sexo pago, trabajar en un burdel legal no es especialmente peligroso para la salud. Algunas personas dedicadas al trabajo sexual consideran que su profesión entraña más habilidad e incluso un toque más humano que otros empleos alternativos a los que podrían acceder. Se enorgullecen de su capacidad de dar no sólo placer físico, sino también apoyo emocional, a personas necesitadas que no pueden obtener sexo de ninguna otra manera.
Si el final del trabajo sexual no está cerca, todo aquel a quien importe la salud y la seguridad (por no hablar de los derechos) de las personas que se dedican a dicho trabajo debe apoyar las iniciativas tendientes a su total legalización. Y es lo que desea la mayoría de quienes lo ejercen. El mismo mes en que Amnistía adoptó el pedido de despenalización como política oficial, el gobierno conservador de Nueva Gales del Sur (el estado más poblado de Australia) descartó una propuesta de restringir la industria sexual (que ese estado ya había legalizado). Jules Kim, directora ejecutiva de Scarlet Alliance (la asociación australiana de personas dedicadas al trabajo sexual), recibió la noticia con alivio, y declaró que la despenalización había producido “importantes mejoras para la salud y seguridad” de esas personas.
El Sex Workers Outreach Project coincidió en que la despenalización lleva a una mejora de la situación sanitaria de este colectivo y le permite contar con elementos de cobertura estándar del mercado laboral, como seguros, programas de salud y seguridad ocupacional, y reglas de comercio justo. La mayoría de los australianos viven en estados que han legalizado o despenalizado el trabajo sexual.
Esto está a tono con la creciente aceptación de la idea de que el Estado debería abstenerse lo más posible de criminalizar actividades consentidas entre adultos que participan en ellas libremente. En la mayor parte de las sociedades seculares, se han abolido las leyes contra la sodomía. La eutanasia con asistencia médica es legal en cada vez más jurisdicciones. En Estados Unidos hay amplio apoyo a la legalización de la marihuana.
Pero además de la ampliación de la libertad individual, la derogación de leyes restrictivas trae beneficios prácticos. En Colorado (EE. UU.), un motivo importante para legalizar la industria de la marihuana fue poder cobrarle impuestos. El impulso a la legalización del trabajo sexual en Nueva Gales del Sur surgió de una investigación por corrupción donde se descubrió que la policía cobraba jugosos sobornos a la industria del sexo, situación que la legalización cortó de cuajo.
Los países que criminalizan la industria sexual deberían analizar el daño que producen esas leyes, así como lo hizo Amnistía Internacional. Es hora de abandonar prejuicios moralistas (sean por motivos religiosos o una forma de feminismo idealista) y hacer lo mejor para quienes ejercen el trabajo sexual y para la sociedad en su conjunto.
Traducción: Esteban Flamini