Cuando la realidad te hace la cobra

26 de mayo de 2023 23:46 h

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En 1815 el químico inglés Humphry Davy diseñó un tipo de lámpara portátil de queroseno que podría salvar la vida de cientos de mineros. Con la intención de evitar las frecuentes explosiones por la acumulación de gas en las galerías, Davy recubrió el dispositivo con una tela metálica que, por un sencillo principio de la física, impedía la propagación de la llama y la deflagración. En los diarios ingleses de la época se anunció a bombo y platillo el avance y se auguró que aquella “feliz invención” evitaría miles de accidentes. Pero no fue aquello lo que sucedió.

En los siguientes años el número de muertes en las minas se multiplicó. La lámpara cumplía perfectamente su cometido, pero su aparición generó confianza en los propietarios, que reabrieron cientos de instalaciones que antes se habían cerrado por inseguras, lo que desembocó en muchos más accidentes. Una idea brillante y bien intencionada, que funcionaba sobre el papel, había conducido al desastre. 

El caso de Davy, como muchos otros, es un recordatorio de que la ciencia no trabaja en el vacío y casi nunca avanza en línea recta, por lo que muchos logros terminan teniendo un efecto inesperado que conduce a revisiones y mejoras. Sucedió así con la invención del freón (los refrigerantes con CFC que se crearon para sustituir a compuestos más tóxicos y que dañaban la capa de ozono), el DDT (el poderoso insecticida pensado para evitar plagas que se acabó prohibiendo porque destruía la biodiversidad) y otras muchas mejoras aparentes que finalmente no lo fueron. 

Por supuesto, estas consecuencias imprevistas pueden tener carácter negativo (la creación de la heroína pensando que era menos adictiva que la morfina es un buen ejemplo) o positivo (los poderes anticoagulantes que se descubrieron en la aspirina es otro), pero en general son una lección de humildad frente a la complejidad del mundo que nos rodea.   

Hay una variante de este fenómeno que en economía y política se conoce como el “efecto cobra”. Se denomina así por una experiencia vivida por los británicos en la India colonial. Allí las autoridades ofrecieron una recompensa por entregar cobras muertas para descubrir más tarde que muchas personas se habían puesto a criar serpientes para que les pagaran por ellas. Algo parecido les sucedió a los franceses en el Vietnam colonial con las ratas: pagaban por cada cola de roedor que les entregaban, por lo que muchos locales cortaban la cola al animal y lo dejaban vivir para que se siguiera reproduciendo y mantuviera ‘vivo’ el negocio. 

Estas situaciones forman parte de lo que se conoce como “incentivos perversos” y son el día a día de quienes tienen que tomar decisiones políticas, que nunca son tan sencillas como nos pintan a ambos lados del espectro ideológico. Y en ciencia sucede algo parecido. Frente a lo que sostienen los amantes del reduccionismo y quienes proclaman que todo sería más sencillo si se tomaran decisiones basadas exclusivamente en criterios científico-técnicos, la realidad se muestra obstinadamente compleja y los caminos para arreglar un problema suelen venir acompañados de contrapartidas imprevistas.

Un ejemplo reciente e interesante es lo sucedido con las bolsas de plástico y las campañas para reducir su consumo y distribución. En algunos lugares, como California o Países Bajos, hay estudios que indican que la prohibición de estas bolsas en los supermercados produjo un pequeño efecto rebote: al no disponer de bolsas que la gente solía reutilizar para tirar la basura, aumentó de manera notable el número de bolsas de basura que se compraban en los supermercados produciendo una mella imprevista en el balance neto de reducción de plástico. En conjunto la medida fue positiva, pero los usos que hace la gente de los materiales no se habían tenido en cuenta y estuvieron a punto de hacer un pan como unas tortas.

En un contexto como el actual de crisis climática, en el que se están empezando a poner encima de la mesa medidas de intervención cada vez más drásticas, incluidas soluciones de geoingeniería, conviene no perder de vista las lecciones que nos ha dejado la historia y estar al tanto de la complejidad de las decisiones. También en el terreno de la salud, la energía o la cesión de poder a los algoritmos, entre otros muchos ámbitos. 

El mundo no es un laboratorio en el que tengamos el control de todas las variables, sino un ovillo tejido sobre miles de interrelaciones en las que un pequeño cambio puede desencadenar muchos otros. Y las decisiones políticas tienen siempre algunas capas de información extra más allá de las meramente técnicas, por mucho que estas deban servir de guía. Salgamos cuanto antes de este engreimiento de que la ciencia tiene respuestas precisas para todo, porque no es así y no lo ha sido nunca. Y en el reconocimiento de esa debilidad está también su grandeza.