La realidad no existe. Dan igual las fotos en el yate con el narco gallego, las contabilidades manuscritas del esquiador vocacional y trepador que nunca será culpable; los sumarios embotados en los que el presunto culpable aparece también como evidente acusador; los despidos simulados, diferidos, fragmentados, de tesoreros sobradamente enriquecidos y con cuentas sin fin; los dinerales para los ejecutivos corruptos e incompetentes de las cajas de ahorro, salvadas con millones de dinero público mientras los saqueadores robaban a sus clientes; los engaños a los ahorradores con las preferentes y las hipotecas; los suicidados en pleno trámite de lanzamiento de su vivienda, más conocido por desahucio; los consejeros de sanidad del PP que, después de favorecer a la sanidad privada, fichan con sueldos millonarios por las empresas a las que dieron trato preferente, cuando estaban en lo público; los millones de parados, que parecen ser unos cuantos menos, gracias a la Virgen del Rocío; el Rey y parte de su familia, con sus múltiples boquetes y los que vendrán por correo electrónico; los ERE, previstos para compensar a los despedidos, usurpados por voraces saqueadores.
La lista es larga y la suma de todos los ingredientes da un único resultado: la oceánica desesperanza de millones de ciudadanos que ya no se creen nada, que ya no confían en nadie, que no ven ni presente ni futuro. Asistimos a la voladura del estado de certezas y confianzas, base del estado de bienestar construido durante los últimos treinta años. Estamos, de hoz y coz, en la construcción del Estado de sitio de la voracidad, en la tesitura de cada uno a lo suyo, en que siempre ha habido ricos y pobres y que se clausuró la etapa en la que algunos confiaron en la igualdad y el progreso.
Solo nos salvan los movimientos de protesta contra el destrozo, las nuevas formas de actuar.
Para que la realidad no exista, no se nombra a sus protagonistas, no se pronuncian ciertas palabras, no se comparece ante los medios, no se dice ni siquiera no; el momento llamado plasma como paradigma de la no comunicación, las ruedas de prensa escuetas, forzadas por viajes o visitas, la idea de que pase el tiempo y llegue el minuto noventa, más el descuento, sin habernos quemado dando explicaciones a la chusma.
A lo mejor no tenemos la distancia suficiente para saber todas las dimensiones del destrozo, pero, por lo que conocemos ahora, ya tenemos bastante.