Celso nunca le puso la mano encima, pero más de una vez la echó de casa, enfurecido por algún motivo, y ella se escondía en el camino para que no la vieran los vecinos con la criatura de turno en brazos. Así era aquel hombre, recto y honrado como pocos, pero de genio vivo, intransigente y colérico. Alguna noche de invierno, tremebunda e intempestiva, la hija mayor acudió en ayuda de la madre para librarla de la lluvia y el fango del camino y la subió a pulso por el hueco del piso desde el establo de los animales, que calentaban la vivienda instalados en las cuadras situadas en la planta baja. Con los hijos era igualmente cruel y exigente en las tareas cotidianas, llevado por la obsesión de conformar un capital en fincas para que toda la prole pudiera heredar. La aldea era zona de viñedos, organizados en minifundios repartidos en distintas ubicaciones y ensartados en zonas de monte que servían para dar pasto a las bestias. El cosechero vendía el vino que elaboraba la familia de las uvas de cepas centenarias que había heredado de sus ancestros y aumentado por su esfuerzo y el de su descendencia. Con las ganancias –que atesoraba en duros de plata– compraba más tierras de cultivo, lo que suponía un trabajo mayor y más sacrificios para seguir aumentando el capital. El sueño de todo agricultor minifundista de la Galicia de principios del siglo XX era disponer de terrenos suficientes como para repartir entre la prole su herencia, de forma minuciosamente justa y equitativa.
En el proceso de producción diseñado por el padre y antes que él por sus antepasados no había margen para el gasto o el disfrute y los castigos eran despiadados, por lo que no resultaba raro que los hijos adolescentes terminaran por esconderse en las fincas para no soportar la ira del padre, un día y otro día. La esclavitud y la intemperancia acabaron por provocar la huida de los jóvenes, que abandonaron el terruño y el entorno familiar a medida que se hicieron mayores. Hoy, nadie de la familia de Celso trabaja los viñedos que les dejó en herencia a sus descendientes y los montes están abandonados porque ni siquiera el ayuntamiento se preocupa de parcelar su territorio. Los emigrantes, sin embargo, han dejado su huella de excelencia en ciudades de España y América.
Ocurrió en Galicia pero también en muchas otros lugares de España. A los exiliados políticos de la guerra y la posguerra se sumaron los emigrantes económicos que salieron en los años 50 y 60 a ganarse la vida en América o en Europa. Brasil, Venezuela y Argentina, Suiza, Bélgica y Alemania se llenaron de gallegos que llegaron con hambre y muy poco conocimiento, lo que suplían a base de mucho trabajar.
Miluco se crió en el pueblo con sus tíos porque su padre y su madre se fueron a buscarse la vida a Venezuela donde él trabajaba como chófer y “manitas”, mientras que ella corría a cargo de la limpieza y la cocina de la mansión de una familia acomodada. Pasaron los años y el niño fue creciendo como elemento singular en la casa de los dos ancianos que quedaron a su cuidado. Solo recordaba a los padres por las cartas que llegaban, de tiempo en tiempo, escritas en papel cebolla y en un castellano que se le hacía extraño porque él sólo hablaba en gallego. Padeció raquitismo y su madrina lo curaba con baños de sol en la cercana ciudad con mar, de donde había partido el transatlántico que le arrebatara a sus progenitores. Una mañana, convertido ya en un adolescente llegó temblando de ansiedad al puerto de Vigo el día que habían de regresar sus padres. “¿Qué le vas a decir a tu padre cuando lo veas?”, le preguntaron en la espera. “Que me coja en brazos”, replicó sin dudarlo el pequeño.
Antonio nació en una familia muy humilde, en una casa vieja y sucia pero con la suerte de tener una madre corajuda, simpática y animosa, casada con un joven saludable y sensato. Un buen día, hartos de la miseria y espoleados por otros vecinos de la aldea que marcharon antes que ellos, se atrevieron a dar el salto al extranjero. Se fueron a trabajar de lo que fuera, en un trayecto hacia lo desconocido y pararon en Suiza; un territorio que se conocía entre el paisanaje como “las américas de aquí cerca”. El pequeño, apenas aprendió a caminar, padeció la enfermedad de la poliomielitis que afectó a su pierna derecha, quizás porque era el destino o tal vez por la falta de recursos sanitarios o la mermada inteligencia de su paupérrima abuela. Aquel huérfano a tiempo parcial -los padres regresaban en vacaciones- merodeaba por caminos y senderos de la aldea, descampados y viñedos, hiciera frío y lluvia o sol y calor asfixiante. Era un golfillo callejero al que no le restaba habilidad alguna para sus travesuras la renqueante pierna mermada y atada a la bota ortopédica. Sucio, mocoso y piojoso bamboleaba con agilidad su escueta estructura infantil haciendo oídos sordos a los desesperados gritos de su enlutada abuela que recorría los caminos en busca de aquel regalo que le había dejado su hija. Cada verano, cuando ella regresaba a casa, venía llena de regalos y bañaba a la criatura en agua de colonia. Para compensar.
En su primera infancia, Pepiño perdió a su madre camino de Alemania, a donde la llevó el hambre y las estrecheces en la casa familiar a causa de un marido enfermo y unos padres ancianos con los que no podía sacar adelante a la familia. Al desarraigo de toda emigración, al miedo a aquel mundo desconocido del norte europeo y a las exigencias de la sociedad alemana a una pobre aldeana gallega sin formación alguna se sumó el desconocimiento de un idioma endemoniado del que no comprendía absolutamente nada. Duros fueron los primeros momentos pero la fuerza y la necesidad de los que esperaban en casa a que llegaran los marcos fueron aún mayores acicates. Otras y otros emigrantes fueron capaces de constituirse en un colectivo de ayuda mutua, respetado y prestigiado por la capacidad de sufrimiento y la honestidad de sus trabajadores. Apenas había cumplido los 14 años y Pepiño ya estaba a bordo del autobús que lo llevaba a Colonia para sumar sus esfuerzos a los de la madre. Se integró en la colectividad española a través de grupos católicos de solidaridad y asistencia a migrantes, aprendió alemán, trabajó como mozo de almacén y encadenó empleos a medida que ganaba prestigio en el sector manufacturero.
Estamos en el siglo XXI, España ha dejado de ser país de origen de emigrantes y se ha convertido en receptor por su riqueza. Nos dice el Banco de España que necesitamos casi 25 millones de inmigrantes en 2053 para que podamos mantener nuestro estado del bienestar. Y todavía hay quien se atreve a despreciar a quienes vienen en busca de una vida mejor, huyendo de la miseria, las guerras o la persecución. Que le pregunten a Pepiño, Antonio, Miluco y tantos y tantas que han construido una vida en España de riqueza y prosperidad gracias a la emigración de sus padres y madres. Lo dice la filósofa y sabia Adela Cortina, que la xenofobia no es odio al emigrante ni el racismo rechazo al diferente, todo es “aporofobia” (odio al pobre). No podemos soportar la pobreza de los otros y no queremos asumir que este país salió de la miseria hace apenas unos lustros. A la hora de votar, conviene recordar.
Nota: Miluco fue a la universidad y hoy es taxista con licencia y coche propios, que heredó de su padre emigrante. Pepiño es propietario de un restaurante en Vigo con mucha fama y su hijo estudió carrera en Alemania. Antonio formó su propia familia y actualmente trabaja para el ayuntamiento de su pueblo como asistente en atención a personas de la Tercera Edad. Huyeron de una vida miserable gracias al sacrificio de sus padres y madres.