Este año Rajoy no se fotografiará delante de una cola del INEM para felicitarnos las navidades, lo hizo hace cuatro años para ganar las elecciones, pero debería. Sin embargo las televisiones emitirán reportajes sobre las personas que se han ido quedando excluidas del orden social, lo que hace años llamábamos “los pobres”.
Hace un par de décadas una vecina mía “tenía” una pobre. Cuando la mujer tocaba el timbre mi vecina preguntaba, “¿Quién es?” y ella contestaba, “la pobre”. Una vez que se había identificado mi vecina abría la puerta y le daba su limosna preceptiva. Así eran las cosas en un tiempo en que se repartieron más esperanzas y oportunidades y la pobreza se fue achicando. Hoy es distinto y ser pobre está al alcance de cualquiera. En este tiempo nuestro los poderosos reparten oportunidades para la desesperación. Las míticas lluvias de millones del “gordo” de la lotería, con gente sacudiendo botellas de cava para salpicarse unos a otros, resultan tan comprensibles en esos afortunados como absurdas para los demás.
No hay nada de que alegrarse cuando el estado ha dejado abandonadas a tantas personas y hace que esa responsabilidad recaiga en cada uno de nosotros, haciendo que quienes tenemos trabajo nos sintamos culpables.
En los países anglosajones y protestantes la caridad tiene fuerte arraigo, sus organizaciones están presentes de un modo constante y forman parte del entramado de protección social. En España se planteó durante mucho tiempo, quizá demasiado, el dilema caridad o justicia, una cosa excluía a la otra. La sociedad española era clasista, inculta y basada en la aceptación de la injusticia como algo natural, si había que echarla abajo completamente lo mejor era no perder el tiempo en dar comida a los hambrientos sino en hacer la revolución social. Y bueno, aquí estamos, no conseguimos realizar una sociedad justa y vuelve a haber más pobres que nunca. En la España que retrató Berlanga en Plácido los ricos sentaban a un pobre a su mesa por Navidad, aquellos pobres tenían interiorizada la miseria y eran desesperados. No sé decir exactamente qué esperanza tienen ahora, ojalá la tengan.
Los demás no podemos evitar el dilema ético pero no creo que debamos optar entre la lucha por la justicia y la práctica de la solidaridad, o caridad, o como quieran llamar a llevar comida y calor a quien lo necesita. Desahogar nuestro enfado y expresarlo políticamente no quita que tengamos que echar una mano.
Pero lo que llama la atención es la obscenidad de los ricos en España. En algunos países hay plutócratas que al menos practican la llamada “filantropía”. No digo que eso compense la enorme injusticia que permite acaparar fortunas a costa del resto de la sociedad, pero al menos algunos de estos acaparadores comprenden que lo que poseen es en realidad un bien social y que deben compensar de algún modo a la sociedad repartiendo. Sea creando una biblioteca o un hospital. ¿Qué reparten los ricos en España?
Aunque la fortuna de Amancio Ortega, que realiza algunas obras sociales, sea la mayor sin duda es Florentino Pérez quien mejor representa a una burguesía extractiva. Una minoría conchabada y pegada como una garrapata al poder que acumula capital detrayéndolo directamente del estado, chupando la riqueza de todos. Sus andanzas económicas hacen palidecer las de compinches como Cuevas o Arturo Fernández e ilustran como ninguna otra la imagen de una burguesía que no crea empresa productiva pero parasita el estado. La riqueza de Florentino Pérez crece directamente en proporción a la pobreza y el número de excluidos.
Toda esa obscenidad. Cuando vean a Rajoy en su televisor hablándonos solemne de la Navidad, de la “gente normal como Dios manda” o cuando vean imágenes de Pérez rodeado de otros como él en su palco recuerden la cola del INEM. Y, también, cuando consumimos fútbol de millonarios pensemos en lo que hay de obsceno en ello.
Mientras tanto, colaboremos con los bancos de alimentos y echemos una mano de algún modo porque el estado se lo han quedado ellos al grito de “¡que se jodan!”.