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Reescribir espacios

El sombrero de papá.

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Su habitación olía a una mezcla de las colonias que a veces alternaba, un cóctel ácido, fresco, que por las mañanas se entremezclaba con el suave aroma de la crema hidratante. Pero también olía al ligero sudor de la fiebre a última hora de la tarde. Era blanca, luminosa, con dos cuadros de su hermana y otro, su preferido, de un pintor del que no recuerdo el nombre. Pero también era amarilla y oscura, según decidiese encender o apagar la luz con el mando a distancia que controlaba con la única mano con la que todavía podía dar caricias. Sonaba al programa de restaurar coches que ponían en la tele, a la ruleta de la suerte y al sumario del informativo. Pero también sonaba al oxígeno que se escapaba de una gran bombona que alimentaba las inspiraciones del respirador. Sabía a besos en la frente, en el dorso de la mano, pero también al salado de las lágrimas que a veces resbalaban y se colaban en las comisuras.

Y ahora olía, sonaba y sabía a todo y a nada. A recuerdos y a la falta de no poder crear más. Su habitación ya no era suya.

Esa misma noche cogimos una bolsa de basura: las pastillas, fuera; la morfina, fuera; el material de enfermería, fuera. El gotero, la silla de ruedas, el colchón especial, al trastero. Al día siguiente llamamos: que se lleven las bombonas de oxígeno y los respiradores, que se lleven la silla eléctrica, el gotero, la mesa. Fuera. Abrimos el armario y separamos unas camisas, un par de chaquetas y guardamos como el mayor tesoro su sombrero. Varios amigos se probaron el resto y, lo descartado, se fue en bolsas de plástico para gente que lo necesitase. Fuera. 

No podíamos vivir en esta casa con la puerta de su habitación cerrada, de espaldas al dolor, mirando a otro lado. Tocaba avanzar.  Y para ello era necesario borrar el olor al sudor de la fiebre, el color amarillo de la luz, el sonido del oxígeno y el respirador e intentar, con el tiempo, dejar a un lado el sabor de las lágrimas.

Los caballos que coleccionaba siguen en las estanterías, sus libros, la foto que le regaló su hija por su cumpleaños preside la pared, la cama está cambiada de lado y el escritorio está totalmente limpio.

El olor de las colonias sigue en la ropa, pero también huele al champú y al gel nuevos. Las paredes siguen siendo blancas, pero el color de la bombilla es distinto. Siguen sonando los programas de la tele, pero también 'Sleep on the floor', de The Lumineers, mientras escribo en esta cama recordando el sabor de los besos en la frente.

El duelo es aprender a vivir de recuerdos. Borrar los malos y guardar los buenos. Ver fotos y llorar la ausencia, pero recordar cómo sonaba la carcajada de esa imagen. El duelo es, de alguna forma, reescribir espacios.

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