“Abrid escuelas y se cerrarán cárceles”
Concepción Arenal
La aprobación por el PP en el Congreso de la enésima reforma del Código Penal, abusando de su mayoría parlamentaria, constituye un auténtico despropósito que culmina la ineficaz tendencia de los legisladores del bipartidismo en los últimos años de regresión a una política criminal propia de estados autoritarios, introduciendo criterios de peligrosidad frente a principios tan esenciales en un estado democrático y de derecho como los de culpabilidad, proporcionalidad y reinserción, con afectación final al valor supremo de la dignidad humana, recurriendo con el peor populismo –la demagogia de la “alarma social”- al fácil recurso del BOE para exhibir una supuesta dureza contra el crimen que encubre tanto la incapacidad de evitarlo mediante los cauces democráticos de su prevención -abandonada en el vendaval de recortes durante la crisis-, como la inutilidad de las sucesivas reformas penales, que han logrado que España tenga uno de los sistemas penales más represivos de toda Europa occidental y con el mayor número de presos, siendo sin embargo uno de los países europeos más seguros.
La reforma penal llevada a cabo por el PP es, de entrada, innecesaria. España es hoy uno de los países de la UE con menor tasa de criminalidad, por debajo de la media de la UE-15, e incluso en los delitos más graves –homicidios dolosos y asesinatos consumados- es el de menor tasa de la UE-15 (Eurostat), con una tasa descendente en los últimos años. El último Balance de la Criminalidad publicado por el Ministerio del Interior hace gala de este dato: “España es un país seguro, como así lo atestiguan: Los datos estadísticos (datos objetivos). Las encuestas de opinión sobre la inseguridad ciudadana (datos subjetivos)” (sic). Pese a todo ello, España lidera las estadísticas de población reclusa, siendo el país de Europa occidental con más porcentaje de su población entre rejas: 159 presos por cada 100.000 habitantes, cuando la media europea es de 96. La tasa de población reclusa se ha disparado durante los últimos 20 años: en 1990 había 33.058 presos, y en 2010 eran más del doble: 73.929.
Es por tanto una reforma realizada sin justificación de su necesidad (y contra los propios datos publicados por el Ministerio del Interior), sin el necesario debate y acuerdo parlamentario ante una norma tan relevante, sin consenso social ni doctrinal, y desconociendo las fundadas críticas realizadas por organismos internacionales, como la del relator de la ONU sobre libertad de reunión, que la criticó por su “afectación al derecho de reunión pacífica y a la libertad de expresión”, como por la doctrina científica española, expresada de forma contundente por la mayoría de los Catedráticos de Derecho Penal de las Universidades españolas, y por numerosas asociaciones de defensa de derechos humanos y profesionales.
La introducción en nuestro ordenamiento penal de la cadena perpetua, llamada eufemísticamente “prisión permanente revisable”, supone una regresión a los principios penales preconstitucionales del estado franquista, vacía de contenido el mandato del art. 25.2 de la Constitución sobre la finalidad de la pena, y no resultaba ni siquiera necesaria tras la exasperación de las penas para los delitos más graves ya introducidas, que permitían llegar a los cuarenta años de prisión efectiva. A esta regresión se ha sumado a última hora el PSOE, apoyando de forma vergonzante esta pena inhumana por la puerta de atrás, a través de un nuevo pacto en materia de terrorismo con el PP, realizado apresuradamente, sin estudios técnicos previos que la avalen, y exhibiendo de nuevo la peor cara del populismo en materia penal al que el bipartidismo ha venido recurriendo en nuestro país.
Es una reforma que afecta a los derechos fundamentales de reunión y manifestación, ampliando el abanico de conductas que sancionan por la vía penal la protesta social, que el PP ha situado de lleno en el marco del “derecho penal de peligrosidad”, acelerando el rumbo autoritario ya iniciado por la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana. Con los límites injustificados y desproporcionados a la protesta que contienen ambas reformas, el PP nos ha retrotraído a las políticas represivas del postfranquismo y los años de la transición, poniendo así de manifiesto la quiebra actual que sufre el régimen que nació entonces. A ello se añade la supresión de las faltas, que pasan a ser delitos menos graves o sanciones administrativas en la Ley de Seguridad Ciudadana, dificultando la efectiva tutela y control jurisdiccional al obligar a los ciudadanos a pagar tasas para recurrir tales sanciones en la vía contencioso administrativa.
Es una reforma que no avanza soluciones al gravísimo problema de la corrupción, que constituye la segunda preocupación más acuciante percibida por la sociedad española (CIS), por cierto, muy por encima del de la seguridad. Ni se ha emprendido una reforma integral de los tipos penales relativos a la corrupción que tipifique adecuada y sistemáticamente la diversidad de conductas que se producen, ni se han endurecido globalmente las penas, ni se ha atendido a las recomendaciones de incrementar los tiempos de prescripción para facilitar su persecución. El delito fiscal sigue en un umbral muy alto, y en la tipificación del delito de financiación ilegal de los partidos políticos, se ha recurrido a una definición imprecisa por remisión que además establece el umbral del delito en 500.000 euros, lo que dejaría sin sanción penal conductas como las donaciones a la presunta caja B del partido que controlase el extesorero, Luis Bárcenas, ya que no alcanzaban tal cuantía.
Y, en suma, es una reforma que beneficia las conductas punibles de los poderosos frente a las de la gente pobre, y que reprime la disidencia y la protesta. Es escandalosa la benevolencia con la corrupción en la administración y con las formas de criminalidad de los poderes económicos, mientras se endurecen las penas para los hurtos, o se abre una puerta a la sanción penal de formas de solidaridad con los inmigrantes irregulares. Esta política criminal carece de justificación, cuando la ciudadanía está sufriendo las consecuencias de la crisis y el país atraviesa uno de los episodios más escandalosos en materia de corrupción.
Es hora de legislar de otra manera, también en materia penal. Las reformas penales tienen que venir acompañadas de una memoria sobre su necesidad y justificación, tienen que acoger las opiniones de la cualificada doctrina penal española, y no pueden nunca encubrir los fracasos de una política de prevención que ha estado ausente en los últimos años. Necesitamos un Código Penal que persiga no sólo reducir la delincuencia, sino también construir una sociedad más justa y segura para toda la ciudadanía, no sólo para los privilegiados, sancionando con la adecuada proporcionalidad las conductas de los corruptos, defraudadores y poderosos. Necesitamos una política criminal que apueste decididamente por la prevención y la reinserción, rompiendo el círculo vicioso de delito, prisión y reincidencia; siempre respetando los derechos fundamentales y la dignidad de todas las personas: renunciar a la defensa de los derechos humanos en materia penal implica el sacrificio de los valores en que se sustenta un sistema de convivencia democrático.