Misión cumplida, aunque no sabemos muy bien cuál. La labor humanitaria que ha realizado el Gobierno de España en Afganistán estas semanas tras la caída de Kabul en manos de los talibán ha sido digna de elogio. Un éxito, dicen. Esa es la actitud ante los dramas humanos que un gobierno progresista con sensibilidad tendría que tener. Siempre. En cualquier circunstancia. Ante cualquier régimen o tiranía. Es ahí donde aparece el cinismo y falla el cumplimiento de la misión. Porque al asegurar que la misión ha quedado cumplida cabe plantearse cuál era, y no es malintencionado pensar que tiene poco que ver con el altruismo y la solidaridad y mucho con la propaganda.
A Pedro Sánchez le ha salvado Afganistán el agosto. Las imágenes emotivas en Torrejón de refugiados abrazándose con los militares, la ministra de Defensa pidiendo a los colaboradores que si no podían entrar en el aeropuerto gritaran “España” y que eso sirviera para rescatarlos y la rueda de prensa con Ursula Von der Leyen y el comunicado de la Casa Blanca agradeciendo a España su labor por el traslado de colaboradores han sido un triunfo de imagen, diplomático y político, con el que no hubiera soñado Iván Redondo en sus tiempos de jefe de gabinete después de una maratón de El ala oeste de la casa blanca. Para entenderlo en perspectiva ayuda el desastre de discurso hiperventilado que ha vuelto a tomar la oposición. Ni estando a sueldo de Moncloa podrían haber ayudado más al triunfo propagandístico de Pedro Sánchez.
Una oposición desnortada e inane. Cuando la crítica más afilada que ha logrado articular es que el presidente ha seguido una videoconferencia desde su retiro vacacional llevando alpargatas tiene el listón muy alto de la enajenación intelectual. Es difícil superarse, pero Pablo Casado siempre acepta esos retos y va un poco más lejos hasta alcanzar la excelencia. Primero al hacer el ridículo al vociferar porque Joe Biden no nombrara a España en una retahíla de países a los que otorgó agradecimientos para ceder horas después a Pedro Sánchez un triunfo con su llamada y con el comunicado de la Casa Blanca ensalzando la labor del Gobierno español en la evacuación. Después, y sobre todo, con su análisis de imberbe cerebral sobre la situación de Afganistán para escribir un tuit en el que no distinguía a los talibán de ISIS-K al atribuir el atentado al grupo equivocado. España no puede tener un presidente como Casado, sería un nivel de autodestrucción excesivo hasta para nuestro país, muy acostumbrado a esos quehaceres.
Afganistán da votos y Marruecos los quita. Una niña afgana, con sus ojos miel, la épica tras el sufrimiento talibán y la lejanía con la que siempre hemos visto el conflicto ayudan a sentir conmiseración. Un niño marroquí es otra cosa, compartimos con ellos las calles de forma habitual, están en las aulas con nuestros menores y forman parte del paisaje cotidiano que a veces es muy turbio. Esa diferencia marca la línea difusa entre el exotismo y el racismo que conocen en política y que sirve para marcar las prioridades de la agenda. Por eso no ha ocurrido nada mientras las fuerzas armadas se encontraban en Kabul evacuando a ciudadanos afganos. Con la emoción encogida de un país observando, el presidente del Gobierno se reunía con el presidente de Ceuta para llegar a un acuerdo sobre la devolución de menores de Marruecos al dictador alauí.
No es preceptivo centrar solo la crítica en los gobernantes que saben que acoger niñas afganas les garantiza una buena percepción de la opinión pública y hacerlo con menores marroquíes lo contrario. Porque esa es nuestra responsabilidad, nos escandalizamos con la situación que en Afganistán van a tener las mujeres y las niñas y exigimos actuaciones inmediatas para rescatarlas mientras miramos hacia otro lado cuando las niñas saudíes o los menores marroquíes se ven en situaciones dramáticas. Si actúan así es porque no les penalizamos. Asumamos nuestra obligación cívica porque también somos culpables de que una niña afgana sea solo un trofeo que premia nuestra necesidad solidaria de primer mundo.