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El regreso de la inmortalidad

La inmortalidad será posible gracias a los avances médicos que frenan el envejecimiento

Andrés Ortega

Nunca llegó a morir del todo, pero la idea de inmortalidad está cobrando nueva vida, esta vez de la mano de la tecnología y de una parte de lo que se ha venido en llamar transhumanismo, a veces rayano en una nueva religión. Éste es “el intento de transformar sustancialmente a los seres humanos mediante la aplicación directa de la tecnología” (biológica y digital), como lo define el filósofo de la ciencia Antonio Diéguez en el recomendable libro de reciente publicación que lleva justamente ese título. Se trata de hacer de la muerte algo no inevitable. De hecho, la inmortalidad produce una gran excitación en muchas mentes, y proyectos empresariales, mucho en Silicon Valley. Peter Thiel, fundador de PayPal y gran inversor estadounidense, es de los que defienden la idea, entre otros muchos, después de que la lanzara el matemático Marvin Minsky (1927–2016), padre de la Inteligencia Artificial. A ello apunta también Yuval Noah Harari en su magnífico Homo Deus.

La inmortalidad no es algo que esté presente en muchas religiones. El alma, eterna o no, es otra cosa, como lo es la idea de otra de vida, o cierta continuidad, después de la muerte. Incluso el cristianismo no defiende la inmortalidad del cuerpo, sino su resurrección (algo que lo diferencia de otras religiones). Pero no estamos hablando de eso, sino de no morir y de vivir bien eternamente, o al menos durante mucho tiempo. Es “una rebelión contra la existencia humana tal como ha venido dada”, como lo presenta Mark O’Connell en un reciente libro: To Be a Machine. No es exactamente la muerte de la muerte, pues no se eliminan los accidentes y otros avatares mortales.

La inmortalidad ha entrado incluso en la política. En las últimas elecciones presidenciales en EEUU se presentó Zoltan Istvan desde el Partido Transhumanista con una plataforma para ganarle la partida a la muerte desde la tecnología –y “hacer los americanos inmortales”–, proponiendo también una Declaración de Derechos Transhumanista para ciborgs y otros. Hizo campaña desde un viejo autobús bautizado “Inmortality bus”. Mucho transhumanista lo detesta, pero, aunque sus votos fueron escasos, logró una cierta audiencia.

Existe en Arizona, y otros lugares, un centro criogénico para congelar en nitrógeno líquido a gente en el momento de la muerte con la promesa de descongelarlos una vez se haya encontrado la manera de curar la enfermedad que les llevó al ocaso, otra forma de inmortalidad o supuesto alargamiento de la vida. Más real es la manipulación del ADN con el sistema CRISPR (pronúnciese “crisper”), que se ha aplicado ya a embriones humanos al parecer con éxito en la edición de su código genético, abre inmensas posibilidades a este y otros aspectos. Sin llegar a la inmortalidad, esta nueva tecnología puede aumentar la duración y la calidad de la vida si no para todos sí para muchos.

Un proyecto, que releva aún de la ciencia ficción, es al que ya ha aludido también Minsky: verter el contenido entero de un cerebro humano, más de 100.000 millones de neuronas y sus sinapsis, en un ordenador o en un humanoide, con lo que el yo seguiría existiendo, aunque quizás es transformaría profundamente, no digamos si se mezclara con otros. Es probable que tal máquina no llegue a existir. Ni siquiera aún somos capaces de emular el cerebro de un gusano con poco más de 300 neuronas. Además del problema que podría suponer que existieran varias copias de cada cual, se olvida algo en lo que insiste un sector de la neurociencia, a saber, que el cerebro no se entiende sin el resto del cuerpo, por no mencionar que aún no se sabe bien que es la conciencia. Un transhumanista como el filósofo francés Luc Férry rechaza la idea entre otras razones porque considera que el organismo viviente es una “totalidad”. Se plantearía también el problema, en el estadio actual de la tecnología (excluyendo los ordenadores cuánticos que son aún más promesa que realidad), que supondría el consumo de energía de tal ordenador. El cerebro humano es energéticamente bastante eficiente, aunque nos obligue a comer. Pero para personas como Stephen Hawkins y su privilegiada mente, u otras con enfermedades degenerativas, tal posibilidad sería ¿una salvación? En todo caso, el debate va en serio.

Claro que una vez más, si la inmortalidad resultara costosa, se podría plantear un problema de desigualdad social. ¿Podrían los más ricos ser inmortales y los más pobres no? ¿Sería sostenible? Se suele decir que la muerte es la gran niveladora. ¿Y si dejara de serlo, para pasar a ser lo contrario, la gran diferenciadora? ¿O si, por el contrario, como viene pasando, estas tecnológicas se abaratan de un modo dramático?

Sin llegar a esa infinitud, a esta inmortalidad, hay avances en la longevidad que puede plantear problemas. Y que, de hecho, los plantean ya. Según la OCDE, en un mismo país europeo –no hablemos ya entre países a escala global– la esperanza de vida a los 25 años de edad puede variar en hasta ocho años según los niveles de estudios (y estos varían muy estrechamente con el nivel de ingresos de las familias). En Chicago la diferencia llega hasta 13 años según uno sea licenciado o no. En Nueva York, hay diferencias notables a este respecto según los barrios. ¿Cómo sería una misma sociedad en la que convivieran gentes que van a vivir, y bien, 150 años, con otras que difícilmente llegarán a los 60?

En España, por ejemplo, la esperanza de vida de las mujeres al nacer ha pasado de 62 años en 1950, a 80,6 años en 1991 y 85,6 años en 2014. En Corea del Sur se calcula que llegara a los 90 años para 2030. Sin embargo, si la esperanza de vida ha crecido en los últimos lustros, su aumento se ha frenado en el mundo: en los últimos cinco años ha aumentado menos que en los últimos quince, según la ONU.

Como recuerda Manuel Alfonseca, en una simple lógica aritmética, si llegara a aumentar en un año cada año (lo máximo que ha alcanzado es 0,31 por año en la segunda mitad de la pasada década de los 80), se habría alcanzado la inmortalidad. Diéguez señala, acertadamente, que “aquella generación que tuviera a su disposición los medios tecnológicos para alcanzar una vida de duración indefinida y decidiera recurrir a ellos de forma generalizada habría decidido ipso facto convertirse en el conjunto de los ocupantes permanentes de este planeta”. ¿Estaríamos entonces ante el fin de la historia porque habría empezado otra fase? ¿Es en lo que pensaba Zoltan Istvan en su autobús? ¿Recordaba lo que dijera George Orwell?: “Lo importante no es mantenerse vivos, sino mantenerse humanos”.

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