¿Renunciar a Google o a Facebook?

La electricidad cambió en su día más la vida de la gente que Internet o la digitalización. Para empezar, la Red no hubiera sido posible sin aquella. Alguien preguntó cual había sido la revolución tecnológica que más había beneficiado a las mujeres. La respuesta, que puede sorprender, es el agua corriente. Pues eran las mujeres las encargadas de subirla a lomos o en la cabeza, como aún ocurre en no pocas partes del mundo. La Inteligencia Artificial puede cambiar el juego. Está por ver. De momento, llegados a este punto, y en la era de Internet, ¿a qué preferiría renunciar, lector, a su buscador favorito -mayoritariamente Google- o a su red social predilecta?

Tres tecnólogos, Erik Brynjolfsson, Felix Eggers y Avinash Gannamaneni, se han hecho esa pregunta y para responderla han diseñado un experimento (en Estados Unidos, pero puede valer para Europa y otras zonas del mundo). ¿Cuánto habría que pagarle a una persona para que renunciara a alguno de estos servicios, pues de servicios -algunos gratuitos (a cambio de datos), otros de pago- se trata? Las respuestas sorprenden, aunque en el fondo, reflejan el sentido común y las necesidades reales de mucha gente ante los bienes digitales (cuando para 2025 un 75% de la población mundial estará digitalmente conectada). De media, la persona típica tendría que ser pagada alrededor de 17.530 dólares (unos 15.000 euros) al año para prescindir de los motores de búsqueda de Internet; 8.414 por abandonar el correo electrónico y 3.648 por dejar de usar mapas digitales (como los que llevamos en el móvil). Para renunciar a sitios como Netflix (de pago) y YouTube (gratuito) habría que pagar unos 1.173 al año; al comercio electrónico, 850 y a redes sociales -típicamente, Facebook-, 322. A la música en streaming, 168; y a la mensajería instantánea, 155. Haga el lector su propia encuesta. Mi escala de prioridades es más o menos la misma, empezando por el buscador y el correo electrónico, sin los cuales ya no podría trabajar, mientras sí podría hacerlo, y vivir, sin las redes sociales o las series. Quizás ya no, al menos sin perder el rumbo, sin los mapas digitales y el GPS que llevamos en nuestros móviles. Nuevas dependencias.

La citada encuesta refleja unas prioridades que parecen escondidas, especialmente cuando en EE UU más del 40% de las personas se informan a través de Facebook (y las mujeres tienden a preferir conservar Facebook que los hombres, en la citada encuesta). Mientras, según una encuesta de Gallup, la confianza de los ciudadanos estadounidenses en los medios de comunicación tradicionales ha bajado del 72% en 1976 al 32% en la actualidad (solo el 14% entre los votantes republicanos). Europa ya no es muy distinta. Según otra reciente encuesta del centro Pew, en España un 43% de la gente obtiene su información de las redes sociales a diario (en Italia, 50%). Para noticias, Facebook está destacadamente en cabeza (69% en España), aunque en esto también haya diferencias entre generaciones. Ante la frustrante -por formato y por el contenido- comparecencia de Mark Zuckerberg en el Parlamento Europeo, el cabeza de fila de los eurodiputados liberales, Guy Verhofstadt le preguntó si quería ser recordado como “el genio que creó un monstruo digital”, pero el CEO de Facebook no contestó.

¿Sorprende, pues, lo que ha ocurrido con Cambridge Analytica y otras empresas del género? Se juega con la credulidad de los usuarios de redes sociales, que ya somos casi todos. Con un añadido preocupante: importantes minorías (26% en España) que obtienen su información de las redes sociales no prestan atención a las fuentes que la originan. Claro que aún 35% en España dicen no obtener nunca su información de las redes sociales. Pero Francia, España e Italia están más fragmentadas en sus fuentes de noticias y sus gentes tienen unas actitudes más negativas hacia los medios de comunicación que otros países europeos.

A pesar de todo esto, la gente parece más dispuesta a renunciar a Facebook que a Google. Cabe la posibilidad de que sea porque los servicios más apreciados en el trabajo de Brynjolfsson y sus colegas, como ellos mismos apuntan, tienen menos alternativas efectivas. Google, por ejemplo, aunque se resista a admitirlo, se ha convertido a muchos efectos en un servicio público, una utility, privada. Y en buena parte un monopolio. Están, de hecho, soplando vientos en Europa y en EE UU contra los cuasi-monopolios u oligopolios de algunas de estas plataformas (Amazon incluido), que son casi todas estadounidenses (Spotify es una excepción) o, cada vez más, chinas, lo que puede haber producido una nueva forma de colonización.

El objetivo de estos investigadores, sin embargo, no era llegar a estas mediciones, por muy significativas que sean, sino demostrar que los bienes digitales han generado grandes avances en el bienestar de la gente, que no recogen medidas convencionales del PIB o de la productividad. Estamos metidos en una revolución, y no sabemos bien cómo medirla. Pero efecto, ¡vaya si lo está teniendo!