Al día siguiente de la huelga, toca cine. De terror, por supuesto. Se ha hecho ya costumbre que dediquemos el día después de una huelga o manifestación a ver los cientos de vídeos de brutalidad policial que circulan por las redes sociales. Y la huelga del 14-N, como esperábamos, ha incorporado varios títulos a nuestra filmoteca.
La secuencia del mosso abriéndole la cabeza a un crío en Tarragona, su compañero rematándolo en el suelo, y un tercero apaleando a una chica por estar cerca, se convierte en un clásico del género, a la altura de títulos como “Paliza en el andén del Cercanías”, “Estudiantes apaleados a la puerta del instituto”, o el popular “A mí no, que soy compañero”, que es del subgénero comedia tonta.
Nos pasamos vídeos unos a otros, revisamos fotografías más propias de forense (cabezas abiertas, espaldas amoratadas, hasta un ojo reventado), y reunimos información para elaborar el parte de bajas: cuántos heridos, cuántos detenidos, cuántos periodistas golpeados, cuántos policías infiltrados han sido pillados.
Empieza a parecernos rutina, una más de este ciclo de protestas. Y no puede ser, no podemos normalizarlo. No sé si alguien lleva la cuenta de los apaleados en el último año y medio (desde el 15-M hasta hoy), los detenidos, los cientos que han recibido multas, y la cuenta más difícil de hacer: la de los ciudadanos asustados, que pueden pensar que ir a una manifestación es demasiado peligroso. Si esto es una democracia, hay que decir basta, o lo que estará en riesgo no serán ya solo los derechos sociales.
No es la primera vez que un crío acaba con grapas en la cabeza. Tampoco es la primera vez que una manifestante pierde un ojo: en la huelga anterior hubo otros dos casos, y también en Barcelona; 23 en toda España desde 1990 por el uso de un armamento que en otros países está prohibido, y que hace meses ya mató a un joven en Bilbao.
Cada uno habrá hecho su propia selección de momentos terribles del pasado miércoles, había para elegir: porrazos, empujones, patadas en la cabeza del caído, rodillas en la espalda, cuerpos arrastrados, sin distinguir ni edad ni género, lo mismo hombres que mujeres, lo mismo ancianos que críos. Todos hemos sentido miedo en algún momento, en vivo o en diferido, y eso es lo que buscan: que la próxima vez no vayamos; que cuando la delegada del Gobierno pronostique incidentes violentos, entendamos que ella nunca se equivoca; que al día siguiente hablemos de porrazos y no de la huelga. Una vez más, convertir un problema social en otro de orden público.
Me falta incluir en este artículo una palabra clave, sin la cual todo lo anterior sería incomprensible: impunidad. Porque más fácil que contar cuántos heridos y detenidos ha habido, es contar cuántos policías han sido investigados, expedientados, suspendidos o juzgados. Ya saben la respuesta.
La misma impunidad que ha acompañado a las fuerzas policiales en todos estos años de democracia. Unas veces amparada en la lucha contra el terrorismo, otras en el silencio cómplice de los compañeros, otras en la flojera de la Justicia, y en los casos contados en que sí había investigación, juicio y condena, acudía puntual el gobierno con el indulto. Esa es la historia de los abusos policiales en España, como denuncian organismos internacionales y ONGs desde hace años, y que no distingue de cuerpos, estatales o autonómicos.
¿Hasta dónde va a llegar la actual escalada represiva? Siendo previsible que el malestar vaya a más, ¿irá acompañada de una mayor represión? ¿Qué tiene que pasar para que alguien tome medidas? ¿Pasará como con los desahucios, que hemos necesitado dos muertos y cuatro años de protestas en la calle para que los dos grandes partidos y el gobierno se den por enterados y tomen alguna medida (insuficiente, además)?
No puede ser que tengamos que esperar un muerto para que alguien dé explicaciones, dimita o sea investigado, un ministro, un consejero, un mando policial o un agente. Lo sucedido el miércoles ya debería ser suficiente, debería tener consecuencias.
Nadie desea un muerto, sería subir de golpe varios escalones, nos enfrentaría a un escenario indeseable e imprevisible. Pero deberían saber que están tentando a la suerte a base de golpear cabezas, disparar bolas desde cerca y lanzar furgones a la carrera. Cada día después, mientras vemos los vídeos, pensamos lo mismo: lo raro es que no haya pasado nada más grave. Están a tiempo de frenar.