Para algunos ha sido cuestión de años, incluso de décadas, para otros, cosa de meses, y para la mayoría, una catástrofe natural que se ha montado en dos días. Como plato precocinado, cocinado o crudo, lo cierto es que hoy muchos empiezan a digerir, entre el histerismo y la desesperación, que el independentismo va a triunfar en Catalunya. A pesar de las descalificaciones, las presiones, las amenazas de ostracismo y expulsión, procedentes de todo cuanto en el orbe existe; a pesar de la apuesta indubitada de los grandes medios de comunicación por el unionismo; a pesar, incluso, de la docta opinión de Felipe González, el oráculo-rey…como sucede en estos casos, y es de manual, el independentismo no ha hecho más que alimentarse y crecer. Y no hay duda de que la CUP ha sido una de las formaciones políticas que ha demostrado más fortaleza en la batalla tanto por lo acertado de su diagnóstico como, probablemente, por la radicalidad de su pronóstico.
En línea con lo que viene pasando en Europa, frente a las adocenadas élites socialdemócratas, la CUP ha protagonizado en Catalunya la dignidad de la política frente al colonialismo económico y el “capitalismo de amiguetes”; la apuesta por una ideología sin complejos, trufada de un republicanismo anticapitalista que pocos osarían siquiera pronunciar. Con la CUP, anticapitalista, antipatriarcal, nacionalista, independentista, desobediente, antisistema, incluso antieuropeo, han pasado de ser insultos, pataletas, desahogos, ejercicios de relajación, terapias de grupo, a convertirse en la esencia de un programa político que, siendo clásico, en realidad, es un auténtico órdago revolucionario. Tan acostumbrados nos tienen ya a la “moderación ideológica”, a la centralidad del tablero, a la postmodernidad de los (in)significantes vacíos, al “dios proveerá”, a la edulcorada perspectiva de un “buen padre de familia”, a no decir “palabrotas”, que ni en situaciones extremas como las que estamos viviendo nos atrevemos a salir de ese marco mojigato en el que nos han colocado. Así que este órdago de la CUP representa hoy una utopía liberadora para más gente de lo que parece, dentro y fuera de Catalunya, y, desde luego, dadas las circunstancias, puede que tiendan a expandirse.
El fracaso de la socialdemocracia europea ha reverdecido en fenómenos como el de Jeremy Corbyn, el portugués De Sousa o el del primer Tsipras, cuyos tintes izquierdistas no han tenido aditamentos: impuestos a las grandes fortunas, rechazo a las políticas liberales y al austericio, salida de la OTAN, del euro, de Europa, nacionalización de sectores estratégicos, defensa de los derechos laborales y la sostenibilidad del medioambiente, o lucha contra la pobreza. Exigencias todas que, pese a quien le pese, resuenan hoy más allá de las calles y las plazas.
La supuesta tensión entre eficiencia e igualdad, que nos había prefijado el molde del debate, empieza a saltar por los aires y pierde credibilidad a marchas forzadas, y el conservadurismo y la complacencia socialdemócrata ya no ganan el primer premio en las urnas. En Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica…los “socialistas” vencedores por el centro, se enfrentan ahora al desastroso resultado de sus propias contradicciones, de su fracasado pragmatismo, y de su raquítica política social. La socialdemocracia patina irremisiblemente hacia el abismo, acosada por su izquierda y su derecha, y por unas condiciones económicas que, en buena parte, son irreversibles, y que ya están inmunizadas frente al consabido jarabe keynesiano.
En este contexto, la CUP ha asumido un diagnóstico que, sin duda, es acertado: la crisis social, nacional y democrática que padecemos desde hace años, exige fórmulas republicanas, es decir, más igualdad, más democracia y más descentralización.
Si algo caracteriza al republicanismo es precisamente esto: su apuesta por el bien común y el fortalecimiento de los vínculos sociales; su aversión a las élites; el control de las minorías en el poder y de los liderazgos verticalistas; una profunda democratización que pasa por el ejercicio “desobediente” de la soberanía, porque, lógicamente, la soberanía no se adquiere por delegación sino que solo puede practicarse. El acto soberano por antonomasia es el acto instituyente, ese momento originario en el que las herencias, las historias y los símbolos son necesarios aunque no suficientes, porque, como señalaba Jorge Alemán en este artículo, un proyecto emancipatorio ni puede borrar la memoria ni puede someterse a ella.
El independentismo transformador al que alude la CUP, ese que va más allá de lo instrumental, rechaza los tonos patrióticos y los sentimentalismos; se apoya en una nación histórica, pero no la reivindica; no se plantea como el fruto de identidades no negociables en conflicto; no es reconducible ni a un conflicto de reconocimiento, ni a uno de distribución, porque no esperan que nadie “les reconozca” como diferentes, ni tampoco pretenden pelear, al desnudo, por unas pocas migajas de poder. La CUP aspira, seriamente, a tomar el cielo por asalto.
Evidentemente, son muchos los llamados y pocos los escogidos, y no es tan fácil llegar al cielo, ni aun siguiendo las indicaciones. Para empezar, la CUP tiene por delante el reto de la permanencia, de la política institucionalizada y de la incorporación al “sistema”. Representa un modelo de partido lo suficientemente original como para tener problemas, y no ha formado parte jamás del club de los vencedores, sino más bien de los vencidos. No es un partido atrapalotodo, como la mayoría de los que tenemos, no está burocratizado, tiene mecanismos de autocontrol, apuesta por liderazgos horizontales y líquidos, no funciona como una empresa que vende productos electorales, y entre sus filas y votantes quiere encontrar ciudadanos comprometidos, y no clientes. La CUP pretende socializar para movilizar, algo que ya no logra ningún partido de izquierdas, y que supone un reto de altura, a muchos metros del suelo. Así que no es fácil que sobrevivan a una democracia “representativa” de corte liberal como la nuestra.
Por lo demás, su radicalización democrática les pondrá frente a las aporías de esas fórmulas directas y deliberativas que, siendo más que deseables, no ofrecen siempre los resultados que uno espera. Será difícil que la CUP pueda eludir la necesidad de un referéndum por más que un referéndum solo pueda articularse en condiciones de igualdad, y no bajo la presión de un Gran Hermano. Y, allende fronteras, en consonancia con su pretendido internacionalismo, tampoco podrá eludir la responsabilidad de pergeñar un modelo internacional alternativo al doliente y desangrado que ya tenemos en Europa.
En fin, un programa político tan exigente y principialista como el de la CUP encaja mal en el escenario político en el que nos movemos. Un mal encaje que, por supuesto, no dice nada de su legitimidad, ni de su virtualidad para abrir espacios políticamente deseables, ni de su capacidad para insuflar oxígeno en una contienda política que ya solo genera asfixia. Es normal que para muchos de sus simpatizantes su mayor debilidad sea precisamente esta, que se parece más una utopía que a un programa pragmático de gobierno; sin embargo, esta es solo una debilidad relativa porque descuenta la evidencia central de que estamos tan faltos de lo primero como sobrados de lo segundo.