Hay pocas cosas más fijas en la vida que el lugar donde naciste y el lugar en el que te criaste. Y parece que se convierten en parte inamovible de nuestra identidad:
—¿De dónde eres?
Esa identidad asociada a un territorio:
—Soy de Málaga, aunque nací en Cádiz.
Ese territorio, en el que se habla una lengua, con un acento, con una tonalidad, que a su vez, asociamos a nuestra identidad.
—¿De dónde es tu acento?
Pero a veces, se usa la lengua como vara de medir una identidad:
—¿Por qué no hablas chino si tus padres son chinos?
Recuerdo cuando perdí mi acento andaluz, aunque en Madrid la gente dice que tengo un deje malagueño. En Andalucía consideran que mi acento es madrileño. Y yo considero que, aunque me da mucha pena haber perdido mi acento, es consecuencia lógica de los 15 años que he vivido Madrid. De vuelta en Málaga, la ironía es que me resulta más extraño escuchar a mi alrededor andaluz que madrileño.
Mi relación con el chino es compleja. Hablo un dialecto. Lo aprendí al escucharlo en mi familia. Mucho tiempo me sentí mal, porque pensaba que era “malo” no hablar chino mandarín. Recientemente, en un viaje a EEUU aprendí los términos “Heritage learner” y “Heritage speaker” (“Aprendiz por herencia” y “Hablante de herencia”), para los que saben una lengua por su familia. Y me hizo feliz saber que había un término para mí, sin yo tener que conocerlo más o menos, sino que el lenguaje recogía lo que había en la calle.
Silvia es de Granada, pero lleva 30 años viviendo en EEUU. Silvia dice que siente una puñalada en el corazón cuando va a Granada y le comentan:
—¡Qué bien hablas español!
Pero es consciente de que su forma de hablar ha cambiado, su sintaxis está inevitablemente influenciada por sus 30 años de hablar cotidianamente inglés, e incluso “la musiquilla” con la que hablan en Graná ya no la tiene, me decía. Yo la escuchaba, y sonreía cuando, al hablar, hacía una pausa para pensar y decía: “Uhm…”. Una onomatopeya muy anglosajona comparado con el español “eeh”.
Silvia a veces habla en spanglish y a veces en un castellano anglosajonizado (que no es spanglish, ya que, en este caso, se usa el castellano pero con una sintaxis influenciada por el inglés).
Sandra es de Reus, pero lleva ya casi una década en Madrid. Me expresaba con pena que su catalán se ha quedado “como en el momento en el que se fue de Cataluña”. Que volvía a Reus y había expresiones que no se usan ya o, al revés, nuevas formas de decir las cosas. Dice que es una pena que use el diccionario catalán para corroborar si lo que ha escrito está bien. Se sentía mal, me decía; quizás hasta un poquito culpable, notaba yo. Pero como absolutamente todas sus amistades hablamos castellano y todo lo que lee es en castellano, había perdido nivel su catalán.
Sandra a veces dice cosas como “crosta” en vez de costra.
“Agua pasada no mueve molinos”, me suele decir mi compañero, pero el tiempo pasado parece que sí nos ancla a una identidad: la granaína, la catalana, la malagueña. Y la lengua, viva y cambiante, nos recuerda cada día, cada vez que abrimos la boca y nos comunicamos, que hay algo que ya no está. Que ya no eres la granaína, la catalana, la malagueña. Que hay una nueva palabra, una nueva onomatopeya, una nueva expresión de moda y tú ya no estás ahí para haber visto el cambio, para haber mantenido tu acento. Y que es imposible hablar un slang callejero de un lugar en el que no vives.
Yo creo que es un duelo. El duelo por esa persona que fuimos en ese pasado (que quizás idealizamos). Porque en la evolución, en el cambio, hay algo que se deja atrás. Y eso duele y da pena, e incluso lo podemos interpretar como una traición a nosotros mismos. La primera vez que me di cuenta que se me escapó un laismo (“Que la pasa”) pensé: ¡Cómo he caído yo en esto!
Creo que está bien sentir pena o tristeza por ello, porque lo que fue importante para nosotras, es lógico que duela. Pero que el duelo no nos impida ver que, en esencia, seguimos siendo nosotras mismas, que una escala en el nivel del lenguaje o acento para intentar ser más tú es una idiotez, porque tú ya eres tú.