En medio del destrozo se está creando una comunidad ciudadana de vecinos que antes apenas nos conocíamos de vista y que ahora, en los aplausos diarios, estamos creando un vínculo solidario, esperanzador y reconfortante.
Me produce emoción compartir con gente con la que no he hablado nunca, unida por el mero azar de que viven en las casas de alrededor, una misma idea de solidaridad con los sanitarios, los trabajadores, los empleados de supermercados, que se exponen todos ellos a un riesgo añadido de contagio.
Vamos ya por los 491 fallecidos en el momento en que escribo estas líneas (cuando lean esto serán más de quinientos), y los que se supone que saben nos dicen que falta aún lo peor. Ni siquiera los optimistas de fábrica somos capaces de añadir esperanzas, más allá de que cada día que pasa es uno menos para que esto se acabe.
La sensación de compartir una situación límite, de riesgos desconocidos hasta ahora, está fomentando una relación entre vecinos hermosa, estimulante y, desde luego, inolvidable.
Veo desde mi casa cómo la gente habla de balcón a balcón, también veo la cola del súper, con un nuevo formato de procesión de Semana Santa, callados, con el carrito y a la distancia recomendada, para la que no hubo entrenamiento previo. Estoy deseando que lleguen las ocho para reconocerme en esa liturgia de aplausos compartida con los vecinos del barrio.
Hay una línea de explicación de lo que nos pasa como si fuera un ejercicio de reseteo penitencial ante nuestros excesos. Una sociedad consumista, enloquecida con el uso urgente del tiempo, que se guía encarnizadamente por el beneficio inmediato, que contamina. El virus sería así una especie de castigo que nos obliga a parar, pensar, escuchar y reorganizar nuestra escala de valores y el uso del tiempo.
No digo que no sean ciertos los excesos de una sociedad opulenta que muchas veces no valora lo que tiene, pero me produce un cierto rechazo esa idea de la culpa, tan judeocristiana: habéis pecado y ahora lo pagáis. Ya en la anterior crisis, la económica de 2008 –sé que son cosas muy distintas– se nos dijo que era por nuestra culpa, porque habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. No era esa la causa, sino el afán insaciable, irresponsable y el comportamiento nefasto de algunas élites económicas. Pero el caso es hacernos sentir siempre culpables.
Desde luego que nuestro actual plan de vida, con el deterioro del medio ambiente, exige un cambio de mentalidad y de formas de vida que en parte ya se estaba produciendo cuando nos asaltó el virus.
No sé cuando acabará esto, yo me he puesto como horizonte el mes de octubre, pero tengo la sensación de que cuando esto termine será casi imposible recuperar el punto de partida, cuando pensábamos que esto del virus era un imposible, desde luego ajeno.
Bien, estamos en este encierro en el punto de “no tocarte, y pasar todo el día junto a ti”, que escribió Santiago Auserón y cantaba Radio Futura.
También en el de Resistiré, escrito por el periodista Carlos Toro, cantado por el Dúo Dinámico, que puso en circulación Almodóvar en su película Átame, canturreada en aquella escena final en el coche, y que ahora se ha hecho melodía vinculante en los balcones. Toda revolución precisa de un himno y en esta de la solidaridad en tiempos de pánico Resistiré bien podría serlo.
Resistiré podía ser el nuevo himno de España, solventaría así el problema de la ausencia de letra y certificaría la nueva comunidad cívica de los que aplaudimos en los balcones a las ocho.