Emergerán como productores de aquello que buscan, que deseen comprar o que quieran que suceda. Ya no serán más usuarios, ni lectores, ni súbditos de una democracia formal o consumidores de un mercado imperfecto. Serán verdaderos coproductores de lo público. Produusuarios que sustituirán al ciudadano como sujetos de derechos y, desde su nueva interfaz de amateurs, también de gobernanza.
Es lo que está sucediendo en el ámbito del periodismo, rompiendo los esquemas económicos que sustentaron hasta hoy a los medios, pero también introduciéndose en la esencia del discurso informativo y es lo que sucederá en otros campos de la mano de la tecnología, las redes y la interconexión permanente. Internet desparecerá, estará ahí, integrado en todos los procesos, pero será invisible. Física y culturalmente.
Y el escenario por excelencia de los cambios y de nuestras vidas serán las metrópolis. Las ciudades se convertirán en laboratorios de la autogestión social del espacio público. Frente al colapso de la burocracia oficial por la crisis y la corrupción, las grandes empresas prestadoras de servicios tendrán que seducir a los ciudadanos con una ración extra de transparencia si quieren seguir siendo relevantes y, a la vez, disputarse con ellos los espacios de actuación.
La tecnología, las redes sociales, la innovación, ayudarán a que la propia sociedad se organice para aportar soluciones a menor coste y con mayor eficiencia que la empresa privada y la burocracia pública. Y los ciudadanos, la gente, se movilizarán por su propio interés. La crisis financiera es la gran oportunidad que está haciendo germinar este nuevo ecosistema apoyado en el uso intensivo de la tecnología, pero incluso las administraciones en mejor situación económica se darán pronto cuenta de que es mucho mejor delegar determinados asuntos en la sociedad que seguir empeñados en una administración paternalista y controladora.
No todo será color de rosa en esta utopía. Las ciudades tendrán que enfrentarse a sus propios desafíos. El ciclo del carbono, del agua, los consumos energéticos crecientes. Y su inevitable vulnerabilidad ante una crisis global. Se fomentará la capacidad de adaptación a los cambios profundos. Crecerá el sentido de comunidad, una comunidad crítica que auditará, gracias de nuevo al uso intensivo de la tecnología y a la transparencia, el trabajo de políticos y grandes compañías al servicio de lo público.
Será impensable que de los presupuestos se puedan dedicar grandes cantidades de dinero a un proyecto sin un debate previo. Ni aeropuertos, ni carreteras, ni líneas de tren, ni ambiciones olímpicas se podrán decidir a espaldas de los ciudadanos. España tendrá que romper la burbuja ética en la que vive aislada de Europa y su sociedad despertará.
No habrá fronteras, las redes no atienden a la geografía, ni física ni política y la tecnología será muy social e impulsará comunidades preocupadas por construir “otro mundo”. Pervivirá la lucha entre modelos (de arriba a abajo/ de abajo hacia arriba) dentro de un conflicto abierto entre los poderes y los ciudadanos (convertidos ya en activistas). Pero será una pelea de innovaciones, a veces tecnológicas, a veces legislativas que se convertirá en un impulso continuo de cambio sin aparente final.
Los usuarios, los produusuarios, empujarán el proceso apropiándose de la tecnología y provocarán una especie de nueva revolución industrial utilizando las oportunidades de fabricar digitalmente, a distancia, en su propia casa. Crecerá la cultura del hacer por el placer de hacerlo.
Llegará la gran oportunidad para el desarrollo real de la inteligencia colectiva. Miles de ordenadores procesando información, trabajando en red para resolver problemas científicos complejos. Y el gran salto, la hibridación ordenador/cerebro. El hombre ayudando a los procesos de la máquina.
¿Y los implantes? Estamos en el umbral de la locura ciborg, la tecnología penetra en nosotros para darnos nuevas habilidades o mejorar las que ya tenemos. Después de décadas de dudas, el futuro ha llegado. Lo que hoy aún está sólo en el cine y en las series de televisión, mañana se alojará en nuestro cuerpo. Y no será sólo por respuesta a patologías o accidentes, se convertirá en un signo de los tiempos. Igual que hoy llevamos un smartphone como un elemento cotidiano pero fundamental para nuestro trabajo y ocio, algo difícil de creer hace pocos años, sucederá lo mismo con los implantes. ¡Quiero ser un ciborg!, claman ya algunos. Llega una nueva adicción, comparable a lo que ya sucede con la cirugía estética.
Pero no será el único riesgo. Los humanos potenciaremos nuestras capacidades con los microchips, pero igual que hoy tenemos miedo a la pérdida de la privacidad por el espionaje de nuestras redes, mañana deberemos blindarnos para que nadie entre en nuestro cerebro, al menos sin nuestro permiso.
Seremos más cuidadosos con nuestros datos, empresas y consumidores nos tomaremos mucho más en serio esos asuntos y se blindarán las redes y los almacenamientos en la nube. Exigiremos privacidad absoluta en lo personal, pero transparencia en lo público.
El control social del poder se extenderá a la acción política, a las grandes corporaciones, al periodismo, a la educación y a la ciencia. Los ciudadanos, los amateurs con conocimientos específicos, organizados en red, serán cada vez más influyentes, más poderosos. La democracia tradicional apoyada en los aparatos de los partidos políticos y en elecciones cada cuatro años evolucionará o más bien se revolucionará. Y los representantes tendrán que conversar con los ciudadanos y escuchar y tener muy en cuenta sus opiniones. La realidad desbordará la lentitud de los cambios legislativos. El inmovilismo de las estructuras de los partidos se verá superado por los nuevos movimientos ciudadanos empoderados por la tecnología.
El monolitismo de la ciencia, acostumbrada a operar por consenso, desaparecerá. La presencia creciente de lo privado fragmentará a la llamada comunidad científica. Habrá una crisis de los expertos y deberemos estar muy atentos para saber en nombre de quién nos hablan. Unos se sentirán cómodos cerca de las corporaciones, otros preferirán ponerse al servicio de la gente. Como respuesta y de nuevo a lomos de la tecnología, se harán muy presentes procesos de producción de ciencia ciudadana. Calibrar la calidad de agua, del aire, de los servicios médicos, de las compañías farmacéuticas. El laboratorio ciudadano ejercerá un control sobre el Estado y las corporaciones.
La educación no será ajena a los cambios. Quizá es el escenario en el que van más adelantados. Como en otros campos los principios del proceso son silenciosos pero inexorables. La sacrosanta figura del profesor, protegido tras el muro de la libertad de cátedra, está saltando ya por lo aires. Enseñar, tutorizar y evaluar eran hasta hoy sus misiones, integradas en una única persona, pero esa época se termina.
Hoy los contenidos se imparten desde cualquier lugar del mundo y muchas veces de manera gratuita, incluso los más especializados. Y los títulos, la certificación de los conocimientos, si sigue siendo indispensable, dejará de ser un monopolio del Estado y pasará a manos privadas, algo parecido a lo que ya sucede con los idiomas. Y las universidades tendrán que competir con esas empresas en una carrera por la fiabilidad. La vigilancia de todo ese proceso, la tutorización de esa enseñanza a distancia, la harán actores locales y el estado podría perder también el privilegio de decidir quienes serán los maestros. Dependiendo de las materias habrá muchas organizaciones con credibilidad suficiente para hacerlo, (¿quién podría discutirles la autoridad en sus especialidades a por ejemplo Google o Mozilla?) y, de nuevo, en este proceso, por todas partes aparecerán los amateurs, como ardillas frente a los dinosaurios de la universidad tradicional.
Y en la enseñanza media, en los colegios, se va a pasar, ya está sucediendo, de la cultura del escuchar (al maestro) a la del hacer (por los alumnos). Los profesores dejarán de dar clases y se convertirán en maestros de taller. Triunfará el sistema de aprender haciendo y no escuchando o leyendo.
Nacerá el llamado tercer espacio. Se rompe el antiguo paradigma de casa al trabajo y del trabajo a casa. La itinerancia se convierte en un ámbito en crecimiento, cada vez más importante. Cafeterías, plazas públicas, hoteles, los perímetros del ámbito laboral se disuelven fulminados por la conectividad. Las redes se concentrarán en las ciudades y la España dual pasará del Norte frente al Sur, al interior frente a la metrópoli, fuera de los muros (tecnológicos), dentro de los muros. Y eso reforzará a las metrópolis como espacios de oportunidad en los que se concentran recursos, tecnología, contactos y conocimiento frente a los estados o las regiones. Pero las llamadas “ciudades inteligentes” no tendrán sentido sin la contribución activa de los “ciudadanos inteligentes”.
Todo lo anterior está sucediendo ya, hay signos inequívocos de que los cambios se van a acelerar. Pero pervive una mezcla de ignorancia y de incredulidad ante todas estas cuestiones, que muchos siguen imaginando como asuntos lejanos que no les conciernen. Sin embargo, cada vez más gente, casi sin darse cuenta, ya está incorporando en su día a día algunos de estos comportamientos. Incluso la crisis favorece que muchas personas se atrevan a hacer cosas que antes jamás se plantearon. De una manera silenciosa los individuos están entrenando ya en las redes una especie de gimnasia social. El compartir, el debatir, el colaborar, quizá sea más difícil para las empresas, pero es mucho más natural para los individuos, sobre todo si les unen afinidades o intereses. Es verdad que en nuestras manos, en el factor humano, está que todos estos cambios nos ayuden a construir un futuro mejor. Ese es el reto, la responsabilidad que tenemos ante nosotros, los afortunados ciudadanos de un mundo lleno de problemas e incertidumbres, pero también de tecnología y oportunidades.
Este texto forma parte del número P de la revista Matador, dedicado monográficamente al futuro cercano de España.revista Matador,